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Las siete esquinas

Reinserción

Las leyes que tenemos están hechas para un mundo en el que exista un mínimo de pudor y de intimidad y de secreto. Y ese mundo ya no existe.

Hasta qué punto podemos convivir con alguien que ha hecho algo que nos parece monstruoso? ¿Y hasta qué punto estamos dispuestos a reconocerle a esa persona el derecho a llevar una vida normal, una vez que haya saldado su deuda con la justicia? Me temo que eso es algo que no sabe nadie, y por eso mismo es un tema que el cine y la novela han explorado a menudo. Todos conocemos las historias de alguien que conoce a alguien con el que inicia una relación -de trabajo, o afectiva, o de amistad-, hasta que se descubre que esa otra persona había cometido un crimen en el pasado y ahora, una vez cumplida su condena, intentaba iniciar una nueva vida. El antiguo criminal casi siempre es un hombre, aunque hay interesantes variaciones temáticas con una mujer como protagonista. En esas historias no suele ser habitual que el antiguo criminal confiese su pasado, por miedo a poner en peligro su nueva situación de "normalidad". Y más aún si esa persona (casi siempre un hombre) ha iniciado una relación afectiva o vive en pareja. ¿Cómo confesarle a la otra persona que está enamorada de ti que una vez cometiste un crimen? ¿Qué amor es capaz de resistir esa revelación? ¿Y quién sería tan temerario como para desvelar un hecho que te deja marcado para siempre?

A ojos de la justicia, en el frío lenguaje de la ley, una persona que ha matado a otra deja de ser un criminal cuando ha cumplido su condena. Pero a ojos de las personas que han de convivir con él, un asesino o un homicida nunca pueden dejar de ser criminales. Es más, todos pensamos que esa persona podría volver a hacer en cualquier momento lo que ya hizo una vez. Y quizá con nosotros mismos como víctimas, a pesar de que nunca se nos había ocurrido que esa persona -nuestro amigo o nuestro amante o nuestro compañero de trabajo- pudiera haber sido un criminal cuando no sabíamos nada de su pasado. Pero es que esa impresión de inocencia cambia por completo cuando una casualidad o una revelación inesperada sacan a la luz el turbio pasado de esa persona que nos parecía tan normal como cualquier otra. Y de pronto, al saber lo que esa persona hizo en su día, la persona que creíamos amar o apreciar (o al menos tolerar bien si trabajaba con nosotros) se convierte en un monstruo al que no sabemos ni cómo dirigirle la palabra. Y esa persona con la que habíamos entablado una relación normal ya nunca podrá volver a ser la persona que creíamos haber conocido.

Cuento esto por un caso reciente. En los Sanfermines de 2008, un estudiante de medicina mató a una enfermera. Fue un crimen brutal con violación incluida. El criminal fue acusado de homicidio en vez de asesinato (había bebido mucho y llevaba 32 horas sin dormir, lo que se consideró un atenuante), y fue condenado a doce años y medio de prisión. Este mismo año, al cumplir las tres cuartas partes de la condena, el condenado ha recibido el tercer grado penitenciario, tal como permite nuestro reglamento penitenciario, y ha quedado en libertad. Como terminó la carrera en la cárcel, ahora ya es médico titulado. Hace pocas semanas, ese hombre trabajaba en una clínica privada de Madrid. Pero alguien lo localizó allí y puso el grito en el cielo. Al momento, las redes sociales se llenaron de mensajes de condena y empezaron a llover las críticas contra la clínica que lo había contratado. Los insultos y las amenazas de muerte llegaron a extenderse a los demás médicos que trabajaban en esa clínica y que probablemente no sabían nada de la vida pasada de su nuevo compañero de trabajo. La madre de la chica asesinada también manifestó su rabia y su desesperación. El director de la clínica pidió respeto porque el condenado había cumplido su condena y en España existe el principio constitucional de la reinserción. ¿No tenía derecho ese hombre, fuese lo que fuese lo que hubiera hecho en el pasado, a llevar una nueva vida y a trabajar normalmente? La madre de la chica asesinada tenía sus dudas. Muchas personas movilizadas en las redes sociales ni siquiera tenían dudas: lo condenaban por feminicida a tener que ocultarse de por vida y a no poder trabajar ni ver a nadie. A ocultar su nombre. A engañar y a mentir a todo el mundo. A esconderse. En definitiva, a llevar una vida de muerto viviente.

¿Qué hacemos entonces con esa persona? Hace quince años, antes de que las redes sociales coparan nuestras vidas, muy poca gente habría podido conocer la historia de ese hombre. Todo lo más, algunos de sus compañeros de trabajo, o algunos amigos y familiares. Ahora, en cambio, cualquiera de nosotros está expuesto a que se sepa cualquier cosa que hayamos hecho, y ese hecho -que puede ser cierto o no, inventado o verdadero- puede ser conocido de inmediato por millones de personas y determinar para siempre nuestra vida. Las leyes que tenemos están hechas para un mundo en el que exista un mínimo de pudor y de intimidad y de secreto. Y ese mundo ya no existe. ¿Qué hacemos entonces con las leyes que nos garantizan una nueva oportunidad, por muy monstruoso que sea lo que hemos hecho?

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