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Tiempos mejores

No digo que antaño la gente fuera mejor porque su entorno estuviera mejor estructurado. Eso no era así. Digo que había cosas que la estructura social empezaba a no ser capaz de impedir a pesar de una dictadura gris, patriotera y beatona que nos estaba encima como una losa (sugerencia lateral: cuando veo las manifestaciones soberanistas en Bruselas, cuando oigo sus acusaciones de franquismo y veo sus demagógicas histerias sobre el encarcelamiento de sus líderes, pienso en los verdaderos presos políticos, los de Franco, Grimau, Companys, Puig Antich y me digo ¡cómo ofenden a los luchadores por la libertad estos que tienen libertad de palabra, de concurso a las elecciones, hasta un canal de televisión! ¿Franquismo? No tienen ustedes ni idea. Además, no acepto que el PP lo sea; solo afirmo que incita al insulto con su patosería).

Me refiero en realidad a cosas que se han ido liberando y, en ocasiones, depreciando (ah, yo que soy escritor, cómo echo de menos los hábitos de lectura sacrificados en el altar de la televisión y los móviles), a medida que se abría la sociedad a un viento arrasador de modernización. La frase de Alfonso Guerra ("a este país no lo va a reconocer ni la madre que lo parió") es con toda seguridad el análisis más certero que se ha hecho de una España que llevaba en ebullición desde antes de la muerte de Franco y que estalló de pronto con ella. Déjense de condicionamientos políticos: se trataba de la sociedad española, repentinamente la más joven de Europa, que salía de una olla hirviendo y apartaba la tapadera de hierro forjado para así asomar la cabeza y trasformar la sociedad. De pronto, en noviembre de 1975, la gente fumaba porros, había dejado de ir a misa, hacía el amor, se divorciaba, pensaba por su cuenta cosas bien alejadas de cualquier doctrina. ¿Esa misma noche? No. Llevaban tiempo en esa aventura pero esa noche obtuvieron por primera vez la franquicia de discurrir por su cuenta, casi sin que les fuera en ello la cárcel o la carrera huyendo de los grises.

Allí fue donde empezó la trasformación de la sociedad española. Y a fe mía que es extraordinario el cambio que dio en apenas 40 años. Ni la madre que la parió. Los que ya tenemos mucha edad comparamos un momento con el otro y no dejamos de asombrarnos: es extraordinario haber pasado de aquella sociedad pacata de las semanas santas sin música, de la Brigada de lo Social, del TOP, del bikini prohibido, del pensamiento único, de la tabarra de rojos perseguidos, de juicios sin garantías y con paredón al fondo, de la censura y de los libros prohibidos, de lo prohibido, prohibido, prohibido, de las películas recortadas, de la gesta de la dichosa Cruzada y de Hispanoamérica, de la píldora anticonceptiva excomulgada, y del bigotito facha, a esta otra irreconocible, moderna e incómoda. Llena de variedad, vamos.

¿Se acuerda alguien de aquello? Esta sociedad no tiene absolutamente nada que ver con aquella. Es meritoria, es fantástica y libre. Es injusto echarnos en cara todos los males que nunca vieron las gentes de hoy adaptándolos al insulto (ahora hay otros males) y que, sin memoria, no saben interpretar con corrección. La demagogia es insoportable y, sobre todo, errada. Estos son los lodos a los que nos empujan los soberanistas de hoy, empeñados en usar clichés desfasados para esconder su propio empecinamiento equivocado. Que manejen y exhiban sus ideas, que peleen por aquello a lo que aspiran pero que no lo hagan tapándolo todo con el manto de las invenciones en las que se encuentra el germen de sus derrotas. ¿No sería fácil echarles en cara que sus únicos aliados fuera de España son los grupos de extrema derecha, homófobos y xenófobos? Vaya un recurso. Sería mejor que, en su pasión, reflexionaran un momento sobre lo práctico y útil que es decir la verdad para no empeñarse en regresar al pasado de los absolutos.

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