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Una epidemia en la academia

Las palabras son nuestro tesoro y frágiles espadas contra la bruma, como afirma el poeta Guillevic. Herramientas para aprehender la realidad o en ocasiones construirla, y su importancia explica las reticencias con que muchos hemos acogido algunas inclusiones en el diccionario de la Real Academia Española (RAE), cuya primera versión data de 1780. Han pasado muchos años y, por consiguiente, no es de extrañar que se vaya renovando, actualizando y ampliando a la par que el lenguaje (en la 23ª edición, 4.600 palabras más que en la anterior), aunque algunas de las reunidas sean más bien melladuras en el idioma: deformaciones de las ya existentes sin aportar como contrapartida ventaja alguna.

Por supuesto que la normativa, como cualquier otra, habrá de ser permeable a nuevas evidencias y capaz de asumir, por usuales, ciertos vocablos sobrevenidos, pero, ¿cuál debiera ser el límite? Tal vez los recientes aconteceres respecto a las políticas autonómicas pudieran emplearse como alegoría: qué argumentos pueden justificar razonablemente la transgresión, qué mayoría de hablantes/votantes se considera suficiente para recoger determinado "palabro"/opción y si de todo ello se seguirán ventajas sustanciales en cuanto a la comunicación entre los hispanohablantes de aquí o allende los mares, preservando a un tiempo el idioma del capricho o la incultura que deshonra palabras que explican y nos explican.

Aceptar el iros junto al idos, o normalizar las "almóndigas", "madalenas", "murciégalos", "vagamundos" o "crocodilos", no parece que pueda servir para enriquecer nuestro acervo lingüístico ni propiciar mayor o mejor acercamiento a lo designado, e igual sucede con la supresión de determinadas tildes que en ocasiones evitan el doble sentido de algún que otro sintagma. Por lo demás, cualquier individuo, cualquier actividad, se manejan con su propio idiolecto -sin duda aceptable e incluso conveniente en determinadas profesiones-, aunque de ahí a que la RAE acepte ciertos modismos sin más, media un trecho que convendría transitar con prudencia so pena de terminar pervirtiendo el granero del idioma, que eso era, para Neruda, un diccionario.

La incorrección en el lenguaje verbal o escrito no es, ni mucho menos, excepcional en nuestros días y para percatarse bastará con asomarse a las redes sociales, aunque de ello no debiera, en mi opinión, seguirse la incorporación por parte de la Academia de cientos de dialectalismos y vulgarismos, por más que las marcas diacrónicas utilizadas -"desus", indicando que es palabra en desuso, o "vulg": de uso vulgar- adviertan que no debieran emplearse mientras se confía en que, con el tiempo, todo se andará y será para bien. Y esgrimir como justificación el que la función del diccionario es descriptiva amén de normativa se me antoja, pese a no ser un profesional de la lengua, motivo insuficiente para transformar la guía del habla en un cajón de sastre; máxime cuando no alcanzo a imaginar premisas que puedan apoyar, más allá de la sorna, el que se recojan, en ése libro que algunos escogerían para llevarse a una isla desierta, palabras tales como "moniato", "albericoque", "toballa", "asín" por así, "setiembre" u "otubre".

Si el uso, por lo que hace a muchas de las citadas, no es extensivo (lo cual, por otra parte, daría que pensar), carecen del menor interés para hacer más fluida la comunicación y tampoco incorporan matices que hasta el presente se hubiesen relegado, no es presumible que la sociedad en su conjunto pueda acceder a una más precisa interrelación, de manera que la creciente tendencia a listar los errores gramaticales y conferirles carta de naturaleza dista de estar clara en sus objetivos, aunque algunos académicos se pronuncien en tal sentido. Si a ello añadimos lo que denominan "préstamos", anglicismos como "serendipia", "kinder" o "espoiler", apaga y vámonos, porque cualquiera diría que no disponemos de equivalencias y hemos de arañar en idiomas ajenos.

Se me da que una cosa es integrar en nuestro vocabulario nuevos términos -por carecer de los adecuados o como consecuencia de su amplísima aquiescencia-, y otra distinta hacer de la norma un colador o alterar la dicción porque algunos coetáneos no se han esforzado en aprender a situar vocales y/o consonantes donde y como lo hacen quienes aman el idioma y, a resultas de ello, lo miman. A bote pronto, podría inferirse que la RAE pretende aumentar su ámbito de influencia aun a costa de dejarse por el camino, por más que apele al desuso o uso vulgar, pedazos de autoridad.

Una excesiva manga ancha, sin necesidad alguna (y es la tesis de la presente columna), no contribuye a enriquecer sino que desvirtúa un idioma que, como cualquier otro, exige de un primoroso cuidado. Como colofón y a tenor de lo anterior, ¿podrá seguirse afirmando que la RAE "Limpia, fija y da esplendor"? "Pos" tengo mis dudas.

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