Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Nonagenario y lúcido

Rafael Sánchez-Ferlosio admite que no está de acuerdo con todo lo que ha escrito y que sólo se siente feliz cuando se encuentra con su nieta, mientras el resto ya le importa más bien poco. Ante el espectáculo irritante de la actualidad, esa señora rabiosa, dice sentir aburrimiento y vergüenza. Al fin alguien que se pone en entredicho, que duda de sí mismo y, lo más importante, que es capaz de confesarlo en público, mientras que cualquier mamarracho se dedica a pontificar y a exigir que los demás le den la razón a cualquier precio, esos pequeños inquisidores que no dudan ni un ápice y que se dedican a elevar la voz para tapar sus carencias argumentativas. Sin embargo, no hace falta llegar a tan provecta edad para asumir y declarar los errores que uno ha cometido. Está claro que si nos releemos acabaríamos retocándolo casi todo. Esto, en el mejor de los casos. En el peor, suprimiríamos sin problemas la totalidad de lo dicho o escrito. Hay días que nos borraríamos del mapa o, siendo menos apocalípticos, permaneceríamos tapados bajo tres capas de gruesos edredones y dejaríamos que el día se fuese consumiendo. O, en fin, encerrándose a escribir sin parar y sin sentir el dolor del cuerpo gracias a las virtudes de la anfetamina. Ferlosio siempre ha dado la sensación de vivir en perpetuo estado de cabreo, y uno piensa que tal vez ese cabreo le ha ayudado a vivir, empujándole y sosteniéndole hasta llegar a esos 90 años que luce. Ese arremeter contra casi todo, contra esa actualidad que irrita y agota, que satura y que despliega sin sonrojo su abanico de estupidez, le ha mantenido en forma. No sé si Ferlosio es un cascarrabias aunque, sin duda, fama tiene de ello. En cualquier caso, parece ser que el enfado es un gran rejuvenecedor o, por lo menos, favorece una cierta longevidad. El cabreo mantiene activas las neuronas.

Sin duda alguna, yo dudo de mi artículo, de lo que escribí hace un año, un mes, ayer mismo, incluso hoy. Sí, estoy dudando de lo que ustedes ahora mismo están leyendo. También me enfado con lo que he escrito. Eso ocurre. Ahora bien, hay cosas indudables: que la duda existe. Y esto, sin darme cuenta, es puro Descartes. La duda llevada hasta sus últimas consecuencias, sin duda, puede llevarnos al abismo, al escepticismo más radical, a la suspensión del juicio. Y tampoco es plan. Nos aferramos a certezas, aunque intuyamos que tales certezas son más bien precarias. En fin, como la vida. Por supuesto, uno siente debilidad por los dudosos, por quienes no sientan cátedra a todas horas. Por descontado, hay cosas que uno salvaría de la quema. Cosas o personas intocables. Puedo entender, incluso compartir ese sentimiento de Sánchez-Ferlosio cuando asegura que lo único que le importa en esta vida es estar con su nieta. Para eso no es necesario ser abuelo. Nada tan entrañable y conmovedor como ver a un viejo cascarrabias enterneciéndose sin medida ante la inteligencia de su nieta china. Al final de su vida, Ferlosio puede renunciar a todo, incluso a sus sesudos tratados y a sus ensayos más densos, pero es incapaz de pasar un día sin ver a su nieta. Sin ir más lejos, el escritor ha puesto de vuelta y media a El Jarama, su novela más renombrada.

Pero volvamos a la nieta. Los niños no tienen pasado ni futuro, es decir, no están impregnados de nostalgia, pero tampoco de la ansiedad que provoca vivir permanentemente con miras al porvenir. El pasado no está y el futuro no llega. Y el niño habita el tiempo puro, ese presente que los que no somos ya niños desearíamos interminable. Sin proyectos ni melancolías. Entregados a lo que nos ofrece el instante.

Compartir el artículo

stats