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Daniel Capó

Un asunto serio

Hubo una época en la que ser ministro era un asunto serio. No hablo del poder -el poder siempre es vertical y, por tanto, caprichoso y estable a la vez-, sino de la selección de las elites políticas y del espíritu de servicio que inspiraba su trabajo. La responsabilidad se vinculaba, tras siglos de aislamiento, a una evidente esperanza de europeidad. Era un mundo paradójicamente nuevo y antiguo: con cierta bisoñez democrática, pero de vieja cultura. España se abría al progreso con el ímpetu del converso, aunque también con un optimismo ingenuo; en ocasiones, demasiado. Una de sus primeros contratiempos, como el huevo de la serpiente, consistió en la temprana financiación corrupta de los partidos -la excusa, al menos para muchos cuadros del PSOE, fue que en Alemania el SPD también lo hacía-, que, no muy tarde, condujo a la partitocracia y a la mala selección de los cuadros dirigentes. Mucho después llegaría el desencanto y la abulia política, agravada posteriormente con el estallido de la crisis económica en 2008. La deslegitimación de la Constitución del 78 fue una consecuencia lateral, hasta cierto punto inevitable -aunque también injusta- de los malos usos de la partitocracia. Si ser ministro había sido una cosa seria, con el paso de los años dejó de serlo. O lo fue menos. La decadencia de la democracia tiene mucho que ver con el deterioro de sus elites y con el desinterés político de los votantes.

El magma inicial, en cambio, fue otro. Los primeros gobiernos del PSOE, por ejemplo, nos acercan a ese principio de calidad que ejemplifica la buena política. Pensemos en muchos de sus ministros: Carlos Solchaga -quizás el mejor ministro de Economía que ha tenido España: no se pierdan sus dietarios, que acaba de publicar Galaxia Gutemberg-, Joaquín Almunia, Ernest Lluch, Josep Borrell, Alfredo Pérez Rubalcaba, Javier Solana, Félix Pons, el propio Miguel Boyer. Jóvenes en aquel momento, muchos de ellos con formación internacional y voluntad reformista. La evolución, como sabemos, fue a peor. Incluido, por supuesto, el partido socialista.

El lunes pasado, falleció Manuel Marín; tenía 68 años. Como secretario de Estado para las Relaciones con las Comunidades Europeas, negoció la incorporación de España al Mercado Común. Pero muchos le recordamos sobre todo por su etapa posterior como vicepresidente de la Comisión Europea, que se prolongó durante tres lustros. Era ya la década de los noventa y nuestro país se movía con cierto desparpajo en las altas instancias internacionales. A nuestro favor jugaba la buena sintonía de Felipe González con el canciller alemán Helmut Kohl y con el presidente francés François Mitterrand. Y también la primavera que se abría paso en Europa tras la caída del comunismo y la reunificación alemana. De Manuel Marín se cuenta que fue el gran impulsor de las becas Erasmus de movilidad universitaria, seguramente uno de los programas políticos más exitosos que se ha puesto en marcha en la Unión y el que más ha hecho por darnos a conocer unos a otros. Al final, un país se sustancia en sus símbolos, en el conocimiento mutuo y en la calidad de sus instituciones y de sus políticas de bienestar. Algo similar podemos decir de un proyecto tan ambicioso como el europeo, que buscaba en primera instancia decir adiós a los nacionalismos y evitar así guerras futuras, y que ha ido evolucionando hacia un megaestado todavía sin ejército, todavía sin unas finanzas comunes, aunque consciente de su fortaleza y también de sus debilidades. En ese camino estuvo Manuel Marín -en España, primero; en Europa, después; y, luego, otra vez en España como presidente del Congreso-, un político noble en una época en la que ser ministro era un asunto serio y no una cuestión baladí.

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