Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Norberto Alcover

Un alto precio

El jardinero trabajaba los claveles sobre el césped. Encorvado, susurraba una cancioncilla casi inaudible, y llevaba un mono azul. Le pregunté hacia dónde quedaba la capilla universitaria, y me indicó con un gesto que hacia la derecha, pero inmediatamente se alzó para preguntarme qué me parecía el breve jardincito que trabajaba. Es una preciosidad, respondí, y el hombre añadió que los muertos se lo merecían, porque sobre ese jardincito los habían matado. Entonces lo comprendí todo. Y casi me eché a llorar.

Allí mismo, habían asesinado a mis compañeros jesuitas hacía unos tres meses, por la sencilla razón de ponerse de parte de los más vulnerables y de entregarse a una relación radical entre fe y justicia, nada más. Todo como si tal cosa. Y yo era el europeo que llegaba a la universidad salvadoreña para intentar llenar un hueco, con un cierto espíritu heroico. Vivir para ver. Allí, en el césped había sucedido todo. Caminé hasta la capilla de la universidad y me arrodillé ante sus tumbas. Y leí sus nombres: Ignacio Ellacuría, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López, Ignacio Martín-Baró y Segundo Montes. De todo aquello hace ahora nada menos que 28 años. Y mi conciencia se trastorna al recordarlo. El césped, los claveles, el jardinero, sus palabras, la capilla, las tumbas, sus nombres. Además de unas lágrimas. El viaje cobraba sentido.

Tres meses antes y a mitad de la comida, se nos dio la noticia. Había charlado con Ellacuría días antes y recibido su encargo para organizar una facultad de periodismo y comunicación en la Universidad Centroamericana de El Salvador (UCA), de la que era rector. Fue en Madrid. Acepté el encargo y se lo entregué en mano, antes de retornar a territorio salvadoreño para participar en un intento de negociación entre nacionales y guerrilleros. Me pareció un tipo algo prepotente, mandón y seguro de sí mismo. Más tarde sabría que estaba acostumbrado a moverse en aguas turbulentas y a tomar decisiones últimas. Sabía también que era el líder y desprendía ese aire de quien manda porque puede. Pero poco más. Y desapareció por la puerta de la Casa de Escritores madrileña. Cuando llegó a su destino, resultó que todo era una trampa para poderlos matar a todos juntos en el campus universitario. Muertas las ideas, se acabó la rabia, pensaron quienes fabricaron el camino hasta el césped ensangrentado. Algunos todavía andan sueltos. Pero en El Salvador se consiguió firmar una paz relativa, pero una paz tras casi veinte años de guerra civil. Y la facultad de marras está allí. Yo la he visto y la he recorrido y en ella he charlado sobre el misterio de la comunicación humana, que siempre implica riesgo. El círculo se había cerrado.

Durante tres años, dediqué un cuatrimestre académico a enseñar Teoría de la Comunicación en tierra salvadoreña. Fue una maravilla: de Madrid a tierra casi desconocida para tantos, como en el más allá. Y allí, mientras ponía compactos de Mozart y de Vivaldi, desgranaba textos de Ortega, de Rével, de Martín Patino, de Sotelo, de Baudrillard, de Marcuse, mientras viajábamos a pueblitos destrozados por la maldita guerra recordaba, que comunicarse es comprometerse con el entorno, que toda comunicación humana es "ponerse por entero", que comunicar es arriesgar. Como les había sucedido a mis compañeros de inteligencia y de fe. Fueron días de vino y rosas, con un miedo tremendo en cada esquina y cierta intuición de que estaba viviendo los momentos mejores de mi vida. Casi a diario, entraba en la capilla universitaria y rezaba ante las tumbas, y también visitaba al jardinero y sus rosales en el césped ensangrentado. Y me decía a mí mismo de qué iba mi vida, tan cómoda y sosegada, tan llena de pequeñas reyertas europeas y españolas. El calor era agobiante, y en las noches de sudor e insomnio viajaba por los lindes de la memoria hasta dar con el Madrid delicioso y acogedor. ¿Qué hacía un tipo como yo en tal lugar desconcertante y hosco? Estaba agotado pero buscaba la respuesta. Y la encontré.

En medio de las tumbas, había un lema que decía: "No lucharemos de verdad por la justicia sin pagar un alto precio". Lo único que me sucedía era que el precio me invadía y me inquietaba. No era nada alto, pero era lo pequeñito que yo mismo podía asumir. El jardinero lo pagó mucho más alto: aquel hombre encorvado sobre el jardincillo de césped y claveles, era el padre de Celina y esposo de Elba, las dos trabajadoras del hogar que también fueron asesinadas con mis compañeros jesuitas. Nunca lo he olvidado. Cada uno tiene el precio merecido. Hace, ya, 28 años. Y lo recuerdo.

Compartir el artículo

stats