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De Palma y ciertas cojeras

No está de más insistir en que el deber de cualquier ciudadano es, entre otros, impedir que la gestión de la res pública se vista únicamente al gusto de sus responsables y sean estos, con sus algunas veces cuestionables decisiones, quienes nos hagan una ciudad que renquea y pide a gritos, como afirmaba Pinter, el premio Nobel, gente airada para los tiempos que corren; habitantes atentos y si se tercia críticos con unos detalles que condicionan su bienestar.

El listado viene de antiguo y podría hacerse interminable. Por empezar con los edificios, el mamotreto que supone el Palacio de Congresos, en un impropio lugar, contrasta con otros caídos en el abandono y ahí está el antiguo hospital Son Dureta pendiente sine die de la rehabilitación y que se añade a otras infraestructuras en estado terminal. Dense una vuelta por el Cuartel de la Guardia Civil (en la carretera de Valldemossa), el recinto de la cárcel en C/ San Vicente de Paul o, por la Plaza de Quadrado, un local del Ayuntamiento en trance de derrumbe. Su arreglo, así como el uso de ciertos solares, sería de todo punto aconsejable a ojos de un simple mirón y, por supuesto, doctores tiene la iglesia de quienes me gustaría conocer la opinión; también por lo que hace a la escasa utilización de otros locales que, de concentrarse los servicios, darían para su venta o uso alternativo: edificios varios para la administración sanitaria con oficinas vacías, el Palma Arena multiplicando los ecos del silencio€

Lo anterior es sin embargo únicamente la punta del iceberg. Existen parques públicos que nadie frecuenta -vayan hacia Son Llàtzer y se harán una idea- y en lamentable descuido; una quietud para la que no fueron concebidos y que contrasta con los ruidos a toda hora sin coto alguno. Y no me refiero a la bula de la que parecen gozar las motos a escape libre por avenidas y callejones, sino también al constante ir y venir de esos turistas, ocupantes de pisos con alquileres subrepticios (los sigue habiendo), y que se delatan por el repiqueteo de unas maletas arrastradas sobre los adoquines. Con todo su derecho sin duda, de modo que la crítica no va con ellos sino que se dirige a los suelos que transitan, y es que basta con mirarlos -la contaminación podría hacernos desistir de elevar la vista a un cielo que ya no fuese azul- para hacerse con argumentos adicionales que justifiquen el título.

El pavimento de la plaza Santa Eulalia y su inclinación merecerían capítulo aparte. Entretanto, los empedrados de algunas calles ceden cuanto de agradable puedan tener al primer vistazo en cuanto se sufre el primer traspiés o torcedura de tobillo -los he padecido y presenciado- por mor del deficiente ensamblaje y en muchos casos la ausencia de hormigón que los sujete. En alguno de los agujeros puede meterse la pierna hasta la rodilla o más allá, y llamar al Ayuntamiento para su urgente reparación es, vista la tardanza, menos operativo que encomendarse al ángel de la guarda. No obstante, las traiciones de los suelos no terminan ahí y para constatarlo bastará, en días de lluvia, con refugiar los pasos bajo las galerías cubiertas de Paseo de Mallorca, Jaime III y hasta la plaza de la Reina. ¿A quién se le ocurriría un enlosado que, cuando mojado por el agua de miles de suelas, permite mejores deslizamientos que cualquier pista de patinaje sobre hielo? De no andarse con ojo y caminar deprisa, tienen el resbalón asegurado y culo u occipital en grave riesgo.

Pero los errrores, cuando no disparates, tienen otras muestras para poner en solfa el buen sentido de quienes, hoy y en el pasado, vendrían obligados a hacer gala del mismo o en su defecto contar con las oportunas asesorías. Siquiera para justificar el sueldo. No entraré en la insólita ubicación de algunos contenedores de basura y un estado que pide a gritos su reposición, pero muchos de ustedes habrán observado con extrañeza, en el Paseo Marítimo y desde el Portixol al Club de Mar, un carril bici pegado a la playa y los muelles, en tanto que los peatones han de transitar más cerca de la autopista cuando, en buena lógica, debiera ser a la inversa, ¿no? Y para broche, en algunos tramos los bancos se han colocado de tal modo que quienes allí se sienten darán la espalda a la bahía para de esa forma poder contemplar, a su entera satisfacción, el tráfico rodado: sin duda un estímulo para la dulce ensoñación.

Y no es todo cosa de los tiempos que fueron, excusa endeble frente a unas luces de Navidad que, de haberse encendido quince días después, habrían dado para la contratación de media docena de médicos especialistas que aliviarían unos servicios de oncología sobresaturados por falta de personal. No puede sorprender que nos llevemos las manos a la cabeza, incluso sin haber resbalado -con el consiguiente coscorrón-, al advertir cómo se financia lo superfluo, se prolonga la dejadez y algunos de nuestros mandatarios siguen considerando Sa Feixina como una prioridad. ¿Hasta cuándo con iguales mimbres?

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