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Necesidad de la política

La conveniencia de una reforma constitucional es fácil de advertir puesto que hay numerosos indicios que la ponen de manifiesto.

Por una parte, es claro que el modelo de organización territorial hace agua por los cuatro costados. La incomodidad de Cataluña, tan explosiva, se basa en argumentos discriminatorios de índole financiera que son en parte reales pero que tienen menor entidad que los que podrían argumentar comunidades como Valencia, Madrid o Balears. La distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades autónomas, que la Constitución improvisó cuando ni siquiera se había dibujado el mapa del Estado compuesto, requiere una reflexión pausada y una consideración reflexiva. Las excepciones forales, mal diseñadas y pésimamente negociadas, terminarán volviéndose imposibles si no se revisa la fórmula y no se recurre a la transparencia para que puedan ser digeridas por el resto de las autonomías. En definitiva, parece lógico avanzar hacia modelos descentralizados, más o menos federales, ya muy experimentados como el alemán, hasta llegar a un equilibrio centro-periferia estabilizado que no haya de revisarse en varias décadas.

Por otra parte, la reforma constitucional tiene que resolver diversos anacronismos y carencias de la Carta Magna del 78. Ha de incluir la referencia europea, ha de eliminar la discriminación de la mujer en la línea sucesoria de la Corona, ha de constitucionalizar la irrevocable universalidad de determinados derechos sociales, como la sanidad, etc. Y será inevitable reconsiderar el sistema electoral para implementar el que más consenso suscite, bien alguno basado en la proporcionalidad corregida como el actual, bien el mayoritario a dos vueltas, o bien una fórmula híbrida e inteligente como la alemana.

Todo esto es muy visible, y de hecho hay ya numerosas propuestas que se acumulan y están a disposición del establishment político. Desde el informe del Consejo de Estado de 2006 a requerimiento del entonces presidente Zapatero y firmado por Rubio Llorente hasta el recentísimo elaborado por un grupo de constitucionalistas y administrativistas bajo la dirección de Santiago Muñoz Machado, hay docenas de trabajos, todos ellos meritorios y sensatos, que valen para la reflexión. Sin embargo, el valor de la reforma constitucional pendiente es político y no técnico y la verdadera dificultad no estriba en la falta de ideas sino en la dudosa posibilidad de que la actual clase política sea capaz de generar un consenso suficiente -la suficiencia es un término impreciso pero fácil de detectar cuando está presente—, tanto en el terreno ideológico como territorial, para que la aventura reformista pueda emprenderse sin riesgo, tenga verdaderas posibilidades de éxito y produzca un nuevo texto fundamental de prestigio, capaz de mantenerlo durante el paso de dos o tres generaciones, como ha sucedido con la Constitución del 78.

La empresa no es sencilla, y necesita un liderazgo fuerte y una clase política potente y con autoridad. Las circunstancias no son comparables a las de hace 40 años y también en esta materia las comparaciones son odiosas, pero no está de más recordar que en 1978 la Constitución tenía el impulso de un jefe de Estado que aún ostentaba en el proceso constituyente poderes ejecutivos, de un primer ministro de la talla de Suárez y de una tropa política de altísimo nivel. Aquella ponencia constitucional de siete miembros sería hoy muy difícilmente reproducible en méritos y capacidad.

En definitiva, no habrá reforma constitucional si faltan la política y los políticos. O, por decirlo de otro modo, la reforma constitucional necesitaría un gran gesto de valentía y magnanimidad por parte de los líderes actuales, que deberían dar la medida de sus capacidades en este envite, corriendo riesgos y supeditando su propio futuro personal al éxito del proceso. También el jefe del Estado, a quien corresponde moderar el funcionamiento regular de las instituciones, habría quizá de impulsar la aventura de la renovación, confrontando con sus responsabilidades a quienes han de tomar la iniciativa material de llevarla a cabo.

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