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Al Azar

Nuestra edad media

Cada siglo tiene su edad media", dice un aforismo de S. J. Lec, aquel judío polaco que se escapó de un campo de concentración nazi -el de Tarnopol- disfrazado con el uniforme del vigilante de las SS que estaba a punto de matarlo (otro día contaré la historia). Pues bien, nuestro siglo, tan corto aún, está dando muestras de dirigirse a toda velocidad hacia su Edad Oscura. Lo pensaba al ver la manifestación frente a los juzgados de Palma contra los jueces que llevan el caso de Bartolomé Cursach. Un escrache en toda regla. Y con toda su escenografía: los manifestantes, las pancartas, los gritos, los insultos. Por lo visto, según esos manifestantes, los corruptos no eran los acusados sino los acusadores. En otro momento, esa manifestación parecería una escena de una realidad alterada, como si nos hubiéramos metido en una de esas tramas inquietantes de Philip K. Dick en las que alguien -nuestro padre, nuestra esposa, nuestro vecino- se comporta de una forma que nos permite sospechar que no es ni nuestro padre ni nuestra esposa ni nuestro vecino. Pero ahora esa escena nos parece rigurosamente normal. O peor aún, tediosamente normal. El pan nuestro de cada día, por decirlo con una frase que muchos jóvenes ya no entienden.

"No os dejéis imponer la libertad de expresión antes que la libertad de pensamiento", dice otro aforismo de S. J. Lec, ese escritor que Cristóbal Serra me enseñó a amar cuando hablaba de autores raros en su piso de la Avenida Argentina. No hay nada más actual que esa frase del pensador polaco. Y ahí tenemos, en esta nueva edad oscura que nos está tocando vivir, esa manifestación que acusa de corruptos a quienes van a juzgar a los acusados de corrupción. Y que les monta un escrache como si fueran políticos sobre los que pesan las sospechas de haberse dedicado a actividades muy turbias. Y encima usando la misma escenografía que había patentado nuestra izquierda más gritona -e infantiloide- cuando empezó a aplicar los escraches indiscriminados no contra los responsables de los desahucios o de las saqueos de las cajas de ahorros (porque a esa gente nadie le hizo la vida imposible), sino simplemente contra los políticos que no le gustaban. Y así nos va. Tal como decía Lec en su aforismo, la libertad de expresión se ejerce a todas horas -y además de las formas más ruidosas y agresivas y virulentas-, pero en una sociedad en la que prácticamente no existe la libertad de pensamiento. Hagan la prueba y busquen a alguien que demuestre esa maravillosa cualidad, la libertad de pensamiento. Alguien que intente entender a los que no piensan como él. Alguien que procure contextualizar todo lo que dice. Alguien que argumente y razone. Alguien que sepa de lo que habla. Créanme, les resultará muy difícil encontrar a una persona así.

Los escraches empezaron en Argentina, en los años 90, cuando el gobierno de Carlos Menem amnistió a los responsables de algunos de los crímenes más brutales de la dictadura militar. Uno de los primeros escraches se realizó frente al domicilio del general Videla, en Buenos Aires, y lo llevaron a cabo hijos de desaparecidos. Luego hubo otros escraches frente a las casas de varios torturadores famosos de la Escuela de Mecánica de la Armada. Pero poco a poco los escraches se convirtieron en un arma de intimidación política contra los enemigos ideológicos. Y así llegaron a España, en los años más duros de la crisis, cuando se empezaron a hacer escraches contra los políticos a los que se acusaba de ser culpables de los desahucios o de las quiebras bancarias. Ada Colau fue una de las primeras en optar por este método de intimidación política. Y Pablo Iglesias también lo puso en circulación cuando le montó un escrache, con Íñigo Errejón y otros futuros dirigentes de Podemos, a Rosa Díez en la Universidad Complutense.

Cuando vi estas cosas -y la ufana irresponsabilidad con que las ejercía la izquierda más histéricamente justiciera-, pensé que no tardarían en aparecer los escraches en sentido contrario, y no sólo de la extrema derecha, sino también de los dirigidos por mafiosos o personas de dudosa moralidad. Y así ha sido. Primero fueron policías locales de Madrid contra un responsable municipal de un partido de izquierdas. Luego los hicieron algunos trabajadores públicos que reclamaban mejoras salariales. Y este verano sufrieron un escrache los propios dirigentes de Podemos cuando celebraban una reunión en Zaragoza. Y ahora hemos llegado a este escrache en Palma contra los jueces que llevan un caso muy grave de corrupción. Y eso que no podemos olvidar que el Ayuntamiento de Pamplona lleva haciendo un escrache continuado -y pagado con fondos públicos- contra los cinco integrantes de la "Manada" que presuntamente violaron a una chica en un portal. Y por cierto, en ese escrache hasta hay una instalación artística en forma de cinco figuras de ahorcados en un puente. Es una brutal reivindicación de los linchamientos del Ku Klux Klan, aunque la ideología de quien los monta se haga pasar por muy distinta. No lo es, por supuesto, porque todos los escraches y todas las formas de intimidación contra los servidores públicos no son sino pruebas de barbarie y de violencia tribal. Que nos demuestran que estamos cada vez más cerca de la Edad Media y cada vez más lejos de la Ilustración. Huyendo de la razón y de los derechos civiles. Pasándonos por el forro el respeto a las leyes. Y pisoteando todo lo que tenga que ver con la libertad de pensamiento, eso mismo que nos hace humanos. Y libres.

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