Diario de Mallorca

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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Pequeños maltratos cotidianos, pero maltratos, al fin y al cabo

Darse de baja de un servicio de telefonía a la primera y no morir en el intento es heroico. Tuve que cancelar el contrato de una persona que, por enfermedad grave, no podía trasladarse. Ni acreditando el vínculo familiar y con un certificado médico pude resolver el trámite en la tienda. Me exigieron un poder notarial. Documento de representación en mano logré dar de baja una mísera línea telefónica. Robar debe ser más fácil. Los mismos de los que me liberé son los que hoy llaman a la hora de la siesta para vender y promocionar sus productos. El fastidio vuelve. Da igual la forma que adopte.

Hay relación directa y progresiva entre prescindir del coche y calidad de vida. A más del primero, más del segundo. Algunos no podemos hacer lo primero y pasamos más tiempo dentro del vehículo que con nuestra familia. Y perdemos de lo segundo. Lo bueno de la vía de cintura es que entrenas la resiliencia. Cuando crees haber superado la pesadilla, te plantas en el segundo cinturón inacabado. Esas zanjas en el Pla que parecen convivir con nosotros desde el principio de los tiempos son otro maltrato. Visual, sobre todo. No permitamos habituarnos a una Mallorca, tan bonita, pero abierta en canal y sin que nadie sepa cómo hacer para suturarla.

La sinceridad está sobrevalorada. Soy fan de las verdades edulcoradas. No hace falta decir que el arroz está salado, que se nota que has engordado porque la cara se ha redondeado o que de los hermanos tú eres la más fea pero la más simpática. No es necesario decirlo, pero sí es común. Alguien del gimnasio me ha preguntado si tengo 52 años (tengo 44) y si el compañero de trabajo con quien voy a entrenar (que acaba de cumplir 32) es mi hijo. No hay autoestima capaz de soportar ese arranque de verdad verdadera tan generosa. ¿En algún momento, mientras me calzaba las deportivas, sometí mi edad a un referéndum? Negativo. La cosa no acaba aquí. Al día siguiente, y con mis quereres por los suelos, osé salir a cenar. Una amiga y yo acabamos soportando el monólogo de un hombre, al que no conocíamos de nada, y que pensó que era divertido hacer suposiciones sobre nuestra orientación sexual. Como si eso importara. La sinceridad del beodo es dura de soportar. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.

Poner límites. He ahí la cuestión. La película Tomates verdes fritos debería ser de visión obligada. Y una de sus escenas bien vale un análisis. El personaje que interpreta Kathy Bates, harta de ser pisoteada por la mayoría de los que están a su alrededor, decide romper con el rol de mujer silenciosa y sufrida y arremete contra un coche que le roba el último aparcamiento. Dan igual las abolladuras porque ha nacido la nueva Kathy. La que no se calla. Antes de estampar el coche, mejor echar mano de la asertividad. Digo yo.

El derecho a decir las cosas claras debería acabar en cuanto fastidian al otro. Reivindico los mimitos, los besitos y el buen trato. Miénteme y dime que me quieres. Miénteme y dime que acabarás el segundo cinturón, que no harás conjeturas sobre mi edad y que no me llamarás a la hora de la siesta. O, quizás, sí.

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