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Antonio Papell

El Estado debe tomar la iniciativa

Durante muchos años, Cataluña ha crecido como ente homogéneo y ha generado vínculos identitarios internos, al mismo tiempo que el Estado retrocedía en la comunidad. El dilatado periodo de estabilidad con Jordi Pujol al frente de la Generalitat (mayo 1980-diciembre 2003) ´catalanizó´ el Principado y al mismo tiempo lo ´desespañolizó´ gracias al tesón catalanista no siempre explícito del patriarca, al lento pero pertinaz avance de lo autóctono sobre lo universal y cosmopolita. Un discurso a la vez victimista y discretamente épico, mantenido a lo largo del tiempo, ha generado una cultura del agravio sistémico que ha sido campo abonado para que germinara la simiente independentista, que probablemente Pujol no hubiera sembrado de no haber sido por sus problemas con el Fisco y con la Justicia: porque a estas alturas, lo único que podría salvar a los Pujol del ostracismo, el descrédito y la cárcel es la amnistía fundacional que pudiera otorgarle el gobierno republicano de una Cataluña independiente.

La inhibición del Estado en Cataluña es ostensible: según la patronal PIMEC, a partir de los datos del Registro central de personal del Ministerio de Hacienda, en enero de 2015 la estructura de los trabajadores públicos según administración en Cataluña es notablemente diferente de la del resto de España. En el caso catalán la administración central representa un 9,0% frente a un 22,7% en el resto del Estado. Por el contrario, la administración autonómica (54,7%) y la local (28,1%) tienen un peso en Cataluña superior al del resto de España (49,9% y 22,0% respectivamente). También tiene un peso superior en el caso catalán el personal universitario (8,2% en Cataluña y 5,5% en el resto del Estado). Anecdótico pero altamente significativo es que los efectivos policiales enviados a Cataluña en el entorno dl 1-Ob para contener el conflicto no tuvieran acuartelamiento o dependencia en el que instalarse y hayan tenido que alojarse en barcos y hoteles.

Si esta es la situación, parece claro que el futuro ha de pasar por el retorno del Estado a Cataluña. No con ánimo invasivo ni controlador sino normalizador. Se trata de que en este modelo cuasi federal que nos hemos dado cada actor desempeñe las competencias que le otorga el ordenamiento democrático vigente, basado como es natural en la Constitución.

Y una vez adquirida tal determinación, urgirá emprender la reforma de la Carta Magna, cuya obsolescencia en determinados aspectos es tan evidente como su plena vigencia en otros. Con una particularidad: la iniciativa de la reforma debe tomarla el Estado espontáneamente, de acuerdo con los criterios que se desprendan de la labor parlamentaria, enriquecidos con los que se obtengan de la apelación de la sociedad civil. En concreto, la comisión territorial recién creada ha de modernizar y racionalizar el Estado de las Autonomías -no se use si no se quiere el polémico concepto de federalismo— según los criterios que vayan decantando tras escuchar a los máximos expertos y a los políticos senior que, ya sin ambición política, iluminen al Legislativo con su sabiduría y su experiencia (Miquel Roca, Josep Piqué, Josep Borrell, Felipe González, José María Aznar€).

Es obvio -y no ha sido malo que el PP lo aclarara y proclamara— que la reforma constitucional no ha de llevarse a cabo para calmar y complacer al independentismo, ni para suscitar el apaciguamiento de Cataluña. El enfoque ha de ser transversal y multilateral, y el actual equilibrio ha de conducir a otro más avanzado pero soportable por todos. El objetivo no debería ser, pues, encajar asimetrías sino profundizar en el marco común, hasta alumbrar un modelo parecido al alemán en que una gran autonomía de los entes regionales sea compatible con una cohesión a toda prueba del Estado común. Pero no adelantemos fórmulas: lo realmente importante ahora es que el Estado no avance porque le empujan desde la periferia sino por convicción, merced a la reflexión sosegada de sus principales cabezas.

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