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Antonio Papell

Elecciones autonómicas, solamente

El mayor acierto en la aplicación del artículo 155 C.E. al conflicto catalán fue la inmediata convocatoria de elecciones para la fecha más cercana posible con la LOREG (Ley Orgánica de Régimen Electoral General) en la mano: el 21 de diciembre, jueves. Se pretendía, con toda evidencia, que fueran los ciudadanos los que salieran a zanjar con su voto una situación descabellada de bloqueo provocada por la intentona de conseguir una ruptura constitucional y territorial a las bravas, que lógicamente el Estado no podía ni quería consentir.

No debe perderse de vista sin embargo que estas elecciones, que devolverán la entidad y la encarnadura a las instituciones autonómicas catalanas, son eso: autonómicas. Es decir, que se celebran para designar a los representantes parlamentarios de los catalanes que a su vez elegirán a su gobierno autonómico, de acuerdo con el Estatuto de Autonomía vigente, que emana de la Constitución.

Esta advertencia obvia pero al parecer necesaria viene a cuento de que ante el 21D han entrado en liza dos bloques ideológicos, el de los soberanistas y el de los constitucionalistas, que felizmente no se ha constituido formalmente como tales pero que se mencionan para designar la ubicación de cada cual en esa campaña electoral que de hecho ha comenzado ya. Y lo lógico sería que, a la vista de lo ocurrido, saliésemos de esta lógica de confrontación para entrar en la de la cooperación y la reconstrucción.

En este sentido, el soberanismo ha optado por medir sus fuerzas por separado. Junqueras sabe que si no sucede algo inesperado él mismo o Marta Rovira puede convertirse de esta manera en presidente/a de la Generalitat, con el apoyo del grupo articulado en torno a Puigdemont y de la CUP y con la complicidad de los Comunes, ahora confundidos con Podemos. Ello ha llevado al líder de Esquerra a descartar una reedición de Junts pel Sí, que ya permitió a Artur Mas disimular una hecatombe en las urnas en 2015. Y en cuanto a la CUP, no parece que Junqueras le produzca el mismo rechazo que Mas.

En el lado constitucionalista, comienza la presión en favor de la generación de un bloque unitario. La iniciativa ha partido del Partido Popular, cuyo líder, García Albiol, sugiere una especie de santa alianza entre el PP, Ciudadanos y el PSC que gobierne Cataluña si obtiene mayoría suficiente. Ya hemos comprobado que los nacionalistas catalanes no son de fiar, pero si nos ceñimos a esta lógica frentista, la cuestión catalana no tendrá solución. En definitiva, de lo que se trata es de terminar con la política de bloques. Sencillamente, porque no es sostenible un sistema democrático en el que no se consigan unos mínimos consensos que eviten un vuelco brutal cada vez que se produce una alternancia.

No es momento de hacer propuestas de pactos y coaliciones ni de adelantarse por tanto a los resultados del 21-D, pero sí lo es de desear que las futuras afinidades no se obtengan de la dicotomía entre nacionalistas y no nacionalistas. La aceptación de la legalidad, que ahora debe ser rigurosamente exigida, supone que ya se ha interiorizado que no cabe la independencia de Cataluña sin una reforma constitucional, de modo que cualquier otro camino sería una deslealtad al sistema y al reencuentro que ahora se intenta. Carece, pues, de sentido persistir en esa picaresca absurda y delictiva que consiste en desacatar el espíritu de las leyes hasta volver irrespirable la política.

Y si, como se intuye, no surge un gobierno claro de la matemática electoral que se obtenga, ni siquiera habría que descartar de entrada la fórmula de un gobierno de concentración, o de amplio espectro transversal, para reconstruir los cauces de convivencia en la sociedad civil muy cuarteada por el sectarismo y la radicalidad. Sea como sea, no tendría sentido volver a incurrir en los mismos errores. Ni en los que cometió en su día el tripartito, ni en los del gobierno monocolor que nos ha llevado al despeñadero.

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