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Antonio Papell

El compromiso de los independentistas

Salvo el simple de Puigdemont, que todavía se autoproclama Presidente de la República Catalana desde su ridículo "exilio" bruselense, la mayor parte de los actores del independentismo que han participado en el conflicto ha empezado a recular, a apearse de la realidad virtual que ellos mismos habían creado, y a planear el futuro con los pies en el suelo, como corresponde a una sociedad madura de un país adulto y razonablemente educado.

El propio Puigdemont, aun en su delirio, reconocía esta semana que puede haber otras formas de encaje de Cataluña distintas del independentismo. El republicano Joan Tardà, portavoz de ERC en el Congreso, manifestaba este martes que "no somos independientes porque no ha existido una mayoría de catalanes que lo haya querido", lo que es una manera de decir que ha faltado masa crítica, ya que cualquier mediano entendedor con buena voluntad puede obtener de los datos sociológicos disponibles la evidencia de que la mayoría de la población se siente gozosamente mestiza, española y catalana a la vez. Carles Campuzano, portavoz del PDeCAT en el Congreso de los Diputados, ha manifestado asimismo que "si alguna lección hemos aprendido es que vamos a necesitar más tiempo para reforzar las mayorías sociales que nos acompañen"; algunos pensamos que este logro no es cuestión de tiempo, pero la reflexión es sensata. Más expresivo incluso ha sido Antoni Comín, uno de los consejeros huidos con Puigdemont a Bruselas, quien ha reconocido que "quizá preferimos todos escuchar la parte del relato más épica? Ahora toca fijarse en los límites, en las dificultades, ser conscientes de que un proceso como el de la independencia requiere un trayecto más largo [..] Dicen: 'eso ya lo sabían'. Bueno, una cosa es saberlo intuitivamente y otra es saberlo porque la experiencia lo confirma?".

En definitiva, el soberanismo se ha dado de bruces con la realidad y lo está reconociendo. Lo que hace exigible una recomposición de la actitud, que, para ser efectiva y contribuir a la pacificación de Cataluña, requeriría la asunción de un compromiso político sincero y razonable.

La democracia parlamentaria y el régimen de libertades emanados de la Constitución del 78 reconocen a todos libertad de conciencia y de adscripción. Ser independentista es perfectamente legítimo, como lo es asimismo intentar conseguir la secesión, siempre que se haga en el marco de la ley vigente, que en este caso obligaría a la reforma constitucional para resolver la indisolubilidad del Estado.

Pues bien: los soberanistas, que han causado un grave quebranto a Cataluña y a España -mensurable en términos económicos, de prestigio, convivenciales etc.-, deberían adquirir un doble compromiso para restaurar la convivencia y le fair play político: por una parte, tendrían que garantizar que no habrá un nuevo intento de secesión si no se manifiesta la evidencia, constatada en las sucesivas elecciones generales y autonómicas, de que existe una mayoría significada, cualificada, claramente superior a la mera mayoría absoluta, en favor de la independencia. Por otra parte, deberían declarar una renuncia explícita a intentar de nuevo la secesión al margen de las leyes democráticas vigentes, fuera del Estado de Derecho.

A cambio de semejante postura racional, el Estado aceleraría la normalización de Cataluña, trabajaría para revertir las consecuencias económicas adversas y minimizaría los efectos jurídico penales del conflicto. Juristas de peso, como Elisa de la Nuez (en el blog de "Hay Derecho"), han evidenciado la posibilidad de aplicar indultos a quienes resultaren condenados por sedición o rebelión, o cualquiera de sus secuelas políticas. En definitiva, parece necesario alcanzar un pacto, conseguido todo lo discretamente que sea necesario para evitar humillaciones de unos y de otros, que restaure la fraternidad en el interior de Cataluña y entre Cataluña y el resto del Estado. No tiene sentido que un país como el nuestro, que ha conseguido el privilegio histórico de disfrutar de una democracia avanzada durante cuarenta años, embarranque absurdamente en un problema que tiene solución racional y pacífica.

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