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Antonio Papell

El drama del empate técnico

El último barómetro del Centre d'Estudis d'Opinió, confeccionado tras la fallida DUI, arroja un 47,8% de los ciudadanos de Cataluña a favor de la independencia y un 43,2% en contra. Y Manuel Castells, proclive a la secesión pero en todo caso intelectual solvente, comentaba así este resultado hace ya unos días: "Sigue habiendo una división dramática en la sociedad catalana, pero ahora, tras las acciones del Gobierno y las grandes manifestaciones unitarias, se acentúa el apoyo a la secesión. Aunque no supera el 50%, este resultado muestra que sin un diálogo y un pacto no habrá solución estable de la cuestión catalana. Porque los resultados de las elecciones autonómicas de diciembre que prevén diversas encuestas parecen confirmar la actual composición del Parlament".

Sea o no sea cierto este presagio, la división en bloques de la sociedad catalana es un hecho incontrovertible, y ello permite sostener con cierto fundamento la idea de que, pase lo pase el 21D, la victoria de los soberanistas sobre los no soberanistas o al contrario será muy ajustada. Situación que, de momento y si el asunto no evoluciona con serenidad, conducirá irremediablemente a un estancamiento del conflicto, que se mantendrá tan enconado como falto de una solución que lo resuelva o al menos lo reduzca a proporciones manejables.

Estos problemas de naturaleza identitaria son complejos porque afectan a la convivencia, a la aceptación de otro, es decir, a valores trascendentes y no sólo a creencias superficiales que puedan pautarse con facilidad. La sagrada regla democrática de la mayoría no es estos casos de aplicación inmediata porque los consensos sobre los que se fundamentan las colectividades deben ser considerablemente mayores y porque es preferible, en estos casos, la persuasión y la negociación que la toma de decisiones mediante la matemática electoral.

El célebre dictamen de 1999 del Tribunal Supremo de Canadá sobre las aspiraciones independentistas de Québec introduce algunos elementos clave en el debate de la secesión: uno primero, que el derecho de secesión no existe como tal, salvo en los casos de violación flagrante de los derechos humanos o de una situación colonial.

Uno segundo, que la secesión de un territorio no puede someterse a la regla de la mayoría simple, sino que ha de estar apoyado por una mayoría muy cualificada. En casos como el catalán, en que la fractura es prácticamente simétrica, el abuso del referéndum podría llevar a situaciones absurdas, de ida y vuelta a la independencia cada cierto tiempo. Un hecho tan serio y decisivo en la vida de la gente como la fractura del Estado sólo puede ser planteado cuando existe una ostensible y clara mayoría a favor de la secesión, lo que garantizaría la estabilidad del nuevo ente. El Supremo canadiense no estableció entonces qué porcentaje se consideraría "mayoría suficiente", y la ley de Claridad, que se basó en aquel dictamen, deja la fijación de este guarismo a criterio del Parlamento de la nación.

Y el, tercer elemento, es que, al no existir el derecho objetivo a la secesión, cualquier salida del conflicto tiene que ser negociada, no sólo entre el territorio que quiera desgajarse y el Estado sino entre aquel y los demás territorios del país.

Todo ello se resume en una conclusión: la ruptura del statu quo y el cambio de fronteras sólo pueden plantearse cuando una unidad territorial se pronuncia muy masivamente, frente un grupo muy minoritario, prácticamente residual, que deberá plegarse al cambio si se llega a producir. En cambio, cuando existe una dialéctica equilibrada entre partidarios y opositores a la ruptura, hay que optar por la vía de la conllevancia, que no pasa por posiciones de resistencia activa, que desarman y debilitan a la sociedad (y le causan evidentes perjuicios económicos), sino por la búsqueda de consensos internos que mitiguen los disensos y hagan habitable el lugar. Si así no se hace, habrá que pensar que la voluntad de escindirse no busca la autorrealización personal sino que es la consecuencia de una convicción patológica de superioridad, que sería la antesala del fascismo.

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