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Fallo inadmisible

Esta pasada semana, Jessica Bravo, una mujer de 28 años, murió tiroteada por su expareja a la puerta de un colegio en Elda (Alicante) ante el hijo de ambos, de tres años. El agresor había sido denunciado y detenido dos veces a lo largo la semana por violar la orden de alejamiento, pese a lo cual nadie le retiro de la calle. La mujer vivía aterrorizada, según confirman personas cercanas, pero su estado no impresionó a quienes tenían que protegerla. Y pese a la intervención de la policía y del juez, el crimen se cometió, como si un sino superior hubiera predeterminado la tragedia.

Será imposible explicar sin enrojecer cómo ha sido posible un asesinato tan claramente anunciado y tan atroz. En esta ocasión, no cabe adoptar la cínica impostura de quienes aseguran, para camuflar su desidia, que la culpa es de la víctima porque no se molestó en denunciar al potencial agresor.

Esta vez es claro que ha fallado el sistema. Toda la prosopopeya de la violencia de género ha caído a tierra, para que la pisoteen a gusto los maltratadores. Y es que el problema es tanto de medios como de leyes y de actitud: una mujer amenazada debe contar en todo momento con la protección física de la policía; todo individuo que dé muestras de la agresividad propia del supremacismo machista ha de ser alejado materialmente de sus potenciales víctimas; todo juez que entienda un caso de violencia de género ha de hacerse moral y personalmente responsable de lo que pueda suceder; y todos tenemos que ocuparnos de vigilar si se cumple este desiderátum, y de exigir puntualidad y rigor en la aplicación de las cautelas.

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