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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Del fundamentalismo político

Cuando su entrada en prisión, el jueves 2 de noviembre, Junqueras publicó un tuit en el que alentaba al bloque independentista para que "el bien derrote al mal en las urnas el 21D". El bien es, obviamente, el independentismo catalán; el mal, el Estado español. Ambos conceptos surgen históricamente para explicar el mundo. Desde el dualismo de Zoroastro, Ormuz y Ahrimán, el maniqueísmo del persa Manes, hasta los tipos éticos: Confucio, Lao Tsé, Cristo, los místicos, el bien comporta el bienestar, la paz, la armonía; el mal, el sufrimiento, la destrucción, la guerra. Aunque la atribución terrena de los designios de los dioses no siempre parecen unívocos, a veces parecen inclinarse por el mal: por los más fuertes y no por las masas de gentes devotas; lo que genera la necesidad de justicia ultraterrena. El poder político dominante no puede resistirse a su identificación con el bien; lo cual incita al intelecto a rechazar el uso del dualismo ético para la definición política, excepto para aquellos sistemas políticos que se definen por su criminalidad. Nada puede inspirar más desconfianza que la apelación al mal contra el adversario político. Vimos a Reagan lanzar su cruzada contra la Unión Soviética caracterizándola como el imperio del mal. Pero también al régimen teocrático iraní calificar a EE UU como el gran Satán. Así pues, el mal, deja de ser sólo una de las fuerzas que mueven el mundo, para convertirse, a manos de los demagogos, en un arma de destrucción masiva del adversario político. Si eso es grave en política internacional, en la pugna política de un país democrático significa el intento de destruirlo. No me cabe duda de que el nacionalismo catalán, en su deriva independentista, alberga un espíritu totalitario que se expresa claramente en las prédicas de Junqueras, sobre moral o sobre el Rh de los catalanes. Lo que define a una democracia es el pluralismo, que supone el respeto a quienes proclaman valores diferentes, en el bien entendido que no todos los valores son compatibles. Nada más alejado de un comportamiento democrático que demonizar al adversario, identificarlo con el mal; es demonizar a la propia democracia.

Otro aspecto del fundamentalismo es el adoctrinamiento. No es la práctica común de los enseñantes. Pero las denuncias de varias familias por una supuesta incitación al odio en tres colegios de la Seu d'Urgell con motivo de los hechos del uno de octubre ante el juzgado de instrucción, así como la investigación de la fiscalía de Menores por posible adoctrinamiento en el IES Mossèn Alcover de Manacor, con motivo de una sentada de alumnos secundada por algunos profesores, cuyo testimonio gráfico se ha podido ver en la prensa, no son casos aislados y alerta sobre una práctica que, por muy limitada o no que sea, provoca gran preocupación, aunque no merezca del conseller March sino una displicente consideración, en consonancia con su actitud de menosprecio a quienes consideran como mínimo preocupante su desentendimiento de las denuncias. Pero no cabe el engaño. La actitud sectaria de algunos enseñantes encaja como la mano en el guante con la filosofía de la inmersión lingüística. Que la única lengua vehicular sea el catalán, obviando la equiparación de las dos lenguas oficiales, tiene su argumento en la presunta cohesión social. El dogma indiscutible es que la cohesión se alcanza por la lengua. Que se alcance en un Estado plurilingüe y en un mercado de trabajo estatal por otras razones: la lengua del Estado, el acceso a un trabajo digno, el respeto a una educación que cuente con la libertad de elección, no cuenta para el nacionalismo. Lo que cuenta es la tribu. Es la política del Blut und Boden (sangre y suelo). Educar no consiste en formar en la moral de la tribu, sino en proporcionar herramientas para poder autodeterminarse individualmente, que es lo que no quiere la tribu, que exige adeptos. Educar para tener espíritu crítico nada tiene que ver con enseñar a ser críticos con un poder, sino con todos los poderes. El expediente instruido contra el decano Miquel Deyà por retirar una bandera estelada en el departamento de letras de la UIB, a instancias del filólogo en lengua catalana Nicolau Dolç, ilustra de qué manera el nacionalismo independentista sienta sus reales en una universidad que para nada demuestra ser el templo de la inteligencia.

Los llamados despreciativamente unionistas denuncian que Cataluña vive una guerra de chantajes, falsedades, listas negras, adoctrinamiento y propaganda totalitaria. Europa ya la ha visto en el rostro desaforado de un prófugo de la justicia. El proceso independentista se inició con la huida hacia adelante de los dirigentes de una CiU corrupta que han lanzado a Cataluña por un camino de ensoñación que ya ha conseguido fracturar a la sociedad, llevarla al desastre económico, y que va a derivar en un estado de frustración generalizada, cuyas consecuencias aún no podemos calibrar. Y ha ayudado a esos corruptos una parte de la Iglesia, esos curas fanáticos de ardiente oratoria, ese espíritu comunitario catalán, tan scout, que procede directamente del carlismo, lo más reaccionario de la sociedad catalana, que tan bien representa el Puigdemont desencadenado de Bruselas. Que la parte más activa de la movilización permanente sean los jóvenes no debe extrañar. Frente al aburrimiento democrático y al inmovilismo conservador, ¿cómo no va a ser tremendamente atractivo y apremiante para unos jóvenes el relato de haber vivido con intensidad desmesurada un acontecimiento como éste?, ¿cómo no ver que el nacionalismo ha inflamado con veneno sus corazones?

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