Que quieren que les diga, a uno le asalta un casi inmediato sentimiento de temor reverencial cuando escucha planteamientos ideológicos, quizá bien intencionados y en cierto modo respetables, que descargan el peso casi total de su razonamiento sobre el sustantivo "el pueblo" o su variante "la voluntad del pueblo"; concepto de pueblo al que de inmediato hay que representar como un algo monolítico, uniforme y sin asomo de fisuras, rasgaduras o debilidades, algo así como un "primo de zumosol" socio-político tras el que una determinada corriente de pensamiento u opinión puede resguardarse de cualquier consideración contraria; y aquí surge la primera inconveniencia, ésta de espacio, tras ese parapeto solo caben los convencidos y los conversos, pues no hay lugar para el abrigo de los dudosos, los pusilánimes y, con mayor motivo, para los discrepantes, estos deben quedarse fuera de su protección, bien en tierra de nadie, a la intemperie, o directamente en el bando enemigo del "Pueblo" y por ello reo de cualquier castigo o mal, que el "Pueblo" demande que caiga sobre ellos.

Ese concepto "Pueblo", así en mayúsculas, ha sido largamente útil tanto para propagadores de religiones como para líderes políticos de diverso pelaje y variado pedigree, fueran éstos moderados en sus planteamientos o más volcados al radicalismo, sobre todo estos últimos que han tirado de él con fruición y profusión; ese agarradero de la unidad de la tribu, del valor de lo propio sobre lo extraño es antigua patología sufrida por las sociedades, tanto antiguas como modernas y viene de muy atrás, tan solo es necesario un pequeño paseo por la historia para convencernos de ello (en el escudo de la ciudad de Roma, todavía figuran las letras SPQR, que en tiempos pretéritos ya hacía alusión al pueblo romano) y en ese paseo encontraremos que siguiendo a "Pueblo" cabe casi cualquier variación ideogramática.

El citar al Pueblo para estructurar una determinada forma de pensar, cualquier forma de pensar, no debiera, per se, ser necesariamente nocivo; soy de la opinión que un martillo puede servir igual para construir un orfanato como para romperle la cabeza a alguien con la "sana" intención de crear la necesidad de aquel orfanato; por ello no es tanto el instrumento lo preocupante sino le función que se le dé. ¿Quieren una muestra?, pues sepan ustedes que cuando Goebels, otro conocido abusador de la palabra "Pueblo", autor de la idea de que "hay que hacer creer al pueblo que el hambre, la sed, la escasez y las enfermedades son culpa de nuestros opositores y hacer que nuestros simpatizantes se lo repitan en todo momento", creó un receptor de radio para que se oyera en toda Alemania su propaganda lo denomino Volksempfänger, la radio del pueblo.

Y es que cuando escuchamos a alguien manifestar una cierta opinión y, antes de establecerla, apuntalarla con el consabido "el pueblo opina que?, o "nadie puede frenar la voluntad del pueblo y por ello?", casi de seguido, quien no comparte esa opinión se ve en la tesitura de decidir si su forma de pensar significa que el pensador diferente no forma parte del pueblo o peor que es una especie de traidor a la "causa", casi sin más opciones. Y esa suele ser otra consecuencia más de suplantar y arrogarse en un discurso ideológico una hipotéticamente unitaria voluntad del Pueblo, la de dejar fuera de él a un número indeterminado de ciudadanos que no se ven inmersos en esa sola, única e inconmovible "voluntad popular", pues la sola y única manera de mantener la fortaleza de esa idea fuerza del "Pueblo nunca yerra" debe crear necesariamente al "otro", el "diferente", todo aquel que no se entronca y comprende en la "unidad del pueblo".

Y esa mecánica suele acudir siempre a otras dos palabras (decía Saramago que las palabras no son inocentes) como son "pro" y "contra", las cuales conforman la verdadera medida de división entre los "unos" y los "otros", entre los de aquí y los que no merecen ser de aquí, entre los nuestros y los que no deben recibir nuestro respeto; una especie de trastorno de identidad social disociativo que suele conducir a no escasas actuaciones que escapan a la razonabilidad esperable de los humanos que aprendieron, miles de años atrás, a vivir en sociedad, en comunidad. Cuando se llega a ese estadio, a ese enfermizo nivel de diferenciación, cualquier actitud es esperable.

Los que emplean ese instrumento, ese martillo social, no para construir sino para destruir, no para edificar una sociedad sino para partirle la crisma a la convivencia, por ventura debieran repetirse una y otra vez, mirándose a los ojos en su espejo domiciliario, el consejo bíblico (Proverbios 11.29) que advierte que aquel que turba su propia casa heredará solo el viento, y el necio servirá a la mesa del sabio de corazón. Pero qué le vamos a hacer, algunos siguen prefiriendo seguir el camino de la necedad que andar por la senda de la sabiduría. El viento les aguarda.