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Figuraciones mías

Nos ofendemos mucho

¿Qué pasaría si, de repente, a causa de una mutación genética los humanos perdiéramos la capacidad de ofendernos?

¿Qué pasaría si, de repente, a causa de una mutación genética los humanos perdiéramos la capacidad de ofendernos? Llevo haciéndome esta pregunta desde que Puigdemont se levantó un día con el flequillo alborotado y decidió que la iba a liar parda. Desde entonces, nos hemos cruzado feísimos epítetos. En estos últimos meses, ¿quién no ha sido fascista? ¿quién no ha sido intolerante, hipócrita, xenófobo, irresponsable y antisistema? Han aparecido las socorridas comparaciones con Hitler y con Corea del Norte y hemos nombrado el Quebec más veces de lo que lo haremos el resto de nuestra vida. Y, sobre todo, nos hemos ofendido mucho, muchísimo, comportándonos como "idólatras de nuestra honrilla", que decía Gracián, arrastrando asuntos políticos al terreno de lo personal.

A ello han contribuido las redes sociales, a las que considero, sin embargo, una estupenda terapia contra la intolerancia. Piensen que, por regla general, nos casamos con alguien de nuestra cuerda y nos rodeamos de personas más o menos afines. En las redes, a poco que el género humano te interese, uno hace amigos de toda casta y condición. Al principio, te sale una llaga en la lengua de tanto mordértela, pero luego reconoces que en ningún sitio puedes escuchar tantas voces y tan diferentes y que todas tienen tanto derecho al voto como tú.

Escribo este preámbulo como estrategia dilatoria para no entrar en materia, en materia catalana. Porque tras meses de vaivenes emocionales he terminado por pensar que lo que está pasando allí no es ni bueno ni malo, sino solo una adversidad, un escollo en el camino, como ocurre en la vida misma. La línea de la vida se dibuja con dientes de sierra, no es una maravillosa recta ascendente, como no lo es la línea de la Historia. Avanzamos a trompicones por un camino jalonado de ramas caídas, peñascos y precipicios. A veces parece que el obstáculo es insalvable, pero la mente humana recalcula la posición y acaba por encontrar una solución al problema.

Por supuesto que a todos nos gustaría gozar de una vida monótonamente feliz, pero no estuvo en la mente del Creador, sea éste quien sea, diseñarla así. Son los conflictos y las contradicciones los que nos permiten alcanzar nuevos estados madurativos y acumular experiencia en nuestras mochilas.

La constitución del 78 nos ha servido mucho y bien durante casi 40 años; no está mal para ser un texto redactado deprisa y corriendo en un momento muy frágil. Ahora aparecen los primeros problemas serios y nos volvemos locos de angustia y corremos en círculo levantando las manos al cielo. Y olvidamos que se trata de los lógicos reveses que afronta cualquier país y que, en el siglo XXI, se impone hablar, reformular y recular, si es necesario. ¿Que hay que admitir que uno se ha equivocado? pues de admite; ¿que hay que reformar leyes y constituciones? pues se reforman. Sin dramatizar tanto, sin llegar a paralizar la vida de un país durante meses con lamentos y crujir de dientes, sin veinticuatro horas diarias de emisión televisiva hablando del asunto.

Tendremos que aprender a frustrarnos ¿no? A admitir que los demás no actúan siempre según nuestras preferencias, que no sienten lo que nosotros sentimos. Yo paseo cada día por una ciudad en la que se ha impuesto sin consenso la "perridictadura", el totalitarismo de los dueños de los perros. Los perros se cargan el mobiliario urbano de mi barrio, orinan en la fachada de mi casa, defecan en los alcorques de mi calle y nadie me ha preguntado si me va bien o no, como si la ciudad no me perteneciera también.

Yo refunfuño, porque desearía una ciudad sin perros o en la que la gente obligara a sus mascotas a orinar y defecar en sus domicilios, como hacen los gatos. Pero me aguanto, me adapto y sigo con mi vida. Protesto a veces, pero no cargo contra cada amigo que tiene un perro ni llamo al alcalde a su móvil exigiendo a gritos un auto de fe con tormento previo para los perrófilos o como se llamen. Soy consciente de que son retos nuevos a los que cualquier ciudad se enfrenta y que deben arreglarse mediante normativas cívicas. Y les aseguro que, por ahora, los perros inciden más en mi calidad de vida que las empresas catalanas.

¿No podemos ser un poco más flexibles? La vida es cambio, nada permanece. Ninguno de ustedes podrá negar esta evidencia. Y, sin embargo, ahí está todo un país dándose cabezazos contra la pared de la obstinación, pretendiendo que nada cambie nunca en ninguna parte. Si llegara el día en el que una gran mayoría de los catalanes decidiera que no quiere pertenecer a España ¿sería eso el Armageddon? Digo yo que, tras un periodo de ajustes, podríamos seguir con nuestra vida.

Admitamos que nuestro modelo de Estado tiene un problema, pero no nosotros como personas. No nos ofendamos tanto si el otro dice que no quiere pertenecer a nuestro país ni le odiemos por ello. Esto no va de individuos, va de modelos políticos, de agravios fiscales, de equilibrios nacionales. No jibaricemos el conflicto reduciéndolo a una bandera en el balcón. Y no olvidemos que esta es la hora de los políticos, el momento en el que demostrarnos que sus sueldos y privilegios están justificados porque, cuando una enorme rama atraviesa el camino, son ellos los que deben levantarla sin dramatismo, con eficacia y rapidez. Que ir al Congreso una vez por semana es fácil; que acudir a una comparecencia es coser y cantar; que consensuar una normativa sobre utilización de drones, pongamos por caso, no es redactar el María Moliner, precisamente. Es ahora cuando, con su buen hacer, deben ilustrar la idea platónica de que la ciencia de gobernar es, de todas, la más elevada.

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