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Un cierto vértigo

La democracia política madura es aburrida, rutinaria, poco vistosa. Lo ideal es que sus peripecias pasen inadvertidas para la mayoría, enfrascados los ciudadanos en sus propios problemas. Y cuando la política se convierte en noticia llamativa y permanente, cuando lo público salta vistosamente a las cabeceras de los telediarios, cuando la ciudadanía delibera preocupada con quienes la rodean sobre los acontecimientos, es que algo falla en el proceso de gestión de la normalidad.

En nuestro país, hemos tenido que poner en tensión instrumentos constitucionales extraordinarios que no habían sido necesarios nunca (hubo un amago una vez, pero no fue preciso ir más allá para que la disfunción se resolviese) y que por ello suscitan inquietantes incógnitas. La democracia establecida ha quedado parcialmente en suspenso, con el fin de restablecer el orden vulnerado. En principio, nada hay que objetar que la carta magna democrática, previsora y abierta, sea aplicada también en un sentido terapéutico, aunque sea preciso recurrir a la anestesia que nos dejará inermes por un rato.

La realidad es que el artículo 155 nos ha hecho sentir a algunos un cierto vértigo. La memoria, tan traicionera siempre, nos recuerda estados de excepción que querríamos haber olvidado pero que perviven fijos en el recuerdo de otros tiempos. Por fortuna, se ha actuado con una gran moderación y con conciencia de la urgencia que existe de restituir la normalidad. Pero la suspensión de instituciones tiene un tufo autoritario inevitable que habrá que soportar con la nariz tapada. Ojalá no hubiera sido preciso llegar hasta este punto.

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