Diario de Mallorca

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Lenguaje y espíritu

Uno de los lugares que siempre visito en París es el Café Tournon, un bistrot situado en los bajos de lo que antes de la Segunda Guerra Mundial fue un pequeño hotel. Está al lado de los jardines de Luxemburgo y muy cerca de donde suelo alojarme. En ese hotel vivió Joseph Roth y en ese café pasó muchas horas, huido del nazismo. Por eso suelo visitarlo: Joseph Roth es uno de mis novelistas favoritos: sentado junto a uno de sus veladores de mármol murió. Estaba enfermo, alcoholizado, horrorizado con la amenaza de los alemanes sobre París. Al leer en el periódico la noticia del suicidio de su amigo el poeta Ernst Toller, Joseph Roth murió de un infarto allí mismo. Roth era de los que había avisado una y otra vez del desastre que se avecinaba. Y no entonces, sino desde años atrás. Roth creía en el verdadero significado de las palabras y sabía que su falseamiento -como ocurre ahora- sólo conducía a la tragedia. O mejor: que era una de las vías más seguras para conducir a la masa hasta el gran desastre.

Otro amigo suyo, Stefan Zweig, prefería callar. También él creía en el daño que pueden hacer las palabras y por eso prefería callar. Para no comprometer ni comprometerse en exceso y al mismo tiempo ayudar por detrás e intentar, también por detrás, impedir de alguna manera ese desastre que se cernía sobre todos. Roth se lo recriminaba. Joseph Roth quería que su amigo Zweig, precisamente por el poder de convocatoria que tenían sus palabras -y lo escuchado que era en el mundo- hablara y anunciara y avisara y denunciara. Que constatara de manera pública que el mal se estaba apoderando de la realidad y que una de las maneras más efectivas para ese asalto a la realidad era torcer el significado de las palabras. Las palabras con las que vivían y a través de las que respiraban tanto Roth, como Toller, como Zweig. Nazis y soviéticos habían hecho un trabajo imbatible con ellas, con las palabras. También con la falsificación de la historia, que se reescribe con palabras. Y Roth lo decía. Y Zweig, más prudente, callaba. Su fe en las palabras -se las habían arrebatado- era ya una fe distinta, enfermiza. Y callaba. Toller se había suicidado. Roth, al enterarse, cayó fulminado. Y un par de años más tarde se suicidaría Zweig.

Para todos fue demasiado tarde porque lo habían visto con claridad demasiado pronto. Ver las cosas cuando suceden -o cuando laten bajo el humus y se es consciente de ello y acaban sucediendo- salva y condena a partes iguales. Pero no hay alegría en esa salvación y en cambio sí dolor en la condena. Otro escritor judío, Elías Canetti, sefardí y originario por tanto de España, se salvó porque estuvo en Londres mientras caían las bombas. En su Bulgaria natal habría acabado con un tiro en la nuca o en una cámara de gas. En un exilio continental -Francia, Holanda o Italia- habría sido ocupado y eliminado también. Su vida londinense durante la guerra fue, en cambio, muy rica, vital e intelectualmente. Los cuatro eran cultos e inteligentes. Toller y Roth tenían problemas nerviosos. Zweig era un hombre templado y dueño de sí mismo. Canetti tenía demasiado genio y su egoísmo fue atroz. Pero precisamente por lo vivido -por lo que pudo vivir en Viena antes y después en Londres- fue Canetti quien habló de la conciencia de las palabras. Quien escribió sobre esa conciencia de manera más clara. Y siendo los cuatro hombres antiguos -los cuatro procedían el imperio austrohúngaro, los cuatro vivieron su hundimiento-, Canetti fue el más moderno y no tanto por vivir más, o ser más joven, sino por su análisis de la realidad a través de las palabras. Lean si no Masa y poder y aplíquenlo a lo que se está viviendo en nuestro país ahora.

Pero sin salir de París y no en el Café Tournon, el drama personal se impone al colectivo: consecuencias de ser un hombre antiguo, supongo. Se impone aunque puede ser su metáfora: el personal del colectivo. Hace unos días vi, una vez más, El último tango en París. Lo vi en TCM de Movistar. Al mismo tiempo, en la cadena Estrenos, también de Movistar, emitían La muerte de Luis XIV, donde un muy avejentado Jean-Pierre Leaud interpreta al moribundo rey en Versalles. Jean-Pierre Leaud es el joven novio de Maria Schneider en El último tango? y había en esa sincronía una especie de broma de la Historia: el único superviviente de los protagonistas de la película de Bertolucci era el más tonto e incluso él estaba ahora muriéndose en otro papel. Finis coronat opus. O mejor: Finis Austriae (por seguir con Joseph Roth). El testamento de una época irrepetible. De aquel mayo del 68 que ni aparece en la película de Bertolucci pero late en el nihilismo del personaje de Brando, al hedor de un cuerpo pudriéndose en vida -aunque sea en Versalles-, nos quedan sólo los tontos y así nos va. Ni huelen la infección de su propio cuerpo ni huelen el desastre que están provocando. Como la joven burguesa del tango que juega hasta que el miedo se apodera de ella y ya es demasiado tarde y acaba asesinando a su amante. En defensa propia, dice; en defensa de una de nación oprimida dirán otros. Palabras falseadas y significados tergiversados. Como sabía Joseph Roth en el Café Tournon, aunque de nada le sirviera saberlo, ni haberlo sabido.

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