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Antonio Papell

El fondo inmoral del conflicto

hora que la declaración de independencia de Cataluña ha salido adelante, en un parlamento semivacío y aupada por una sectaria coalición independentista que no ha tenido siquiera las agallas de mostrarse a cara descubierta, y una vez que la maniobra ha sido desactivada por el sistema democrático mediante un previsor mecanismo constitucional que ha permitido convocar elecciones para que sea el pueblo quien diga, con garantías, la última palabra, conviene una reflexión sobre la catadura moral del nacionalismo al que se debe la autoría del desmán.

Es justo reconocer, de entrada, que existe, al fondo del aparatoso diferendo, un conjunto de argumentos que explican parcialmente el malestar catalán, su displicente portazo al Estado: una mala financiación autonómica (que perjudica a Cataluña, pero no más que a Madrid, Valencia o Balears), y una pésima gestión política, judicial e institucional de la última reforma del estatut de autonomía. Pero semejantes motivos no habrían tenido un efecto tan explosivo si no hubieran gravitado sobre unos cimientos nacionalistas ya previamente predispuestos. De un nacionalismo introspectivo, egoísta, profundamente insolidario, cínicamente mendaz en su desarrollo intelectual y con ingredientes claramente étnicos, que lo entroncan con atavismos muy peligrosos de la historia reciente. Creo sinceramente, como nuestro Santayana, que "nacionalismo es la indignidad de tener un alma controlada por la geografía".

Los orígenes de la exacerbación separatista han de buscarse en la denuncia de unos déficit fiscales irreales (en la que intervino con fuerza Maragall, absurdo impulsor del supuesto agravio), desde luego muy superiores a los que calculan los expertos económicos solventes e imparciales, como uno de los últimos consejeros de Economía de Cataluña, el ilustre catedrático Mas Colell, nada sospechoso de centralismo. En el fondo, lo que ha molestado a los más beligerantes críticos de este estado de cosas es que, mediante un solidario sistema de compensación interterritorial, el estado de las autonomías haya redistribuido la riqueza y ayudado a las regiones más atrasadas. Como hacen, por cierto, todas las democracias federales. Para afear esta situación, el nacionalismo mintió como suele, y exhibió la tesis de que en Alemania existen límites concretos a estos flujos solidarios. Obviamente, eso es mentira.

Más repulsiva aún ha sido la táctica goebbelsiana de deformar la historia para engendrar pacientemente una hostilidad infundada hacia España y lo español, tanto en el discurso político predominante como a través del sistema docente. El adoctrinamiento en los "valores" del antiespañolismo ha sido una constante constatable, que resulta muy difícil negar (salvando siempre las honrosas excepciones, que, por supuesto, han existido). En líneas generales, la escuela catalana ha conseguido que 1714 fuera una epopeya en que los catalanes acababan siendo aplastados por la proterva corona castellana (incluso, para facilitar el discurso, se ha inventado una inexistente corona catalano-aragonesa), y el franquismo, que oprimió a Cataluña en la misma medida que a Andalucía, a Galicia o a Cantabria, fue en el fondo una imposición centralista del Estado español contra Cataluña. No en vano el sindicato de estudiantes ha paseado estos días pasados pancartas con las efigies de Franco, Rajoy y Felipe VI bajo el lema "Contra la represión franquista".

Escribió Shlomo Ben Ami en un artículo de 2014 que "la gran paradoja de la época actual de mundialización es la de que la búsqueda de la homogeneidad ha ido acompañada de una añoranza de las raíces étnicas y religiosas. Lo que Albert Einstein consideró una "fantasía maligna" sigue siendo una potente fuerza incluso en la Europa Unida, donde el nacionalismo regional y el nativismo xenófobo no están a punto de desaparecer precisamente". Pues bien: es preciso denunciar las raíces particularistas de estas tendencias, que se oponen tanto a la globalización como -lógicamente- a la cooperación y a la solidaridad, que nunca pueden ser por ello mismo progresistas y que están dispuestas a destruir el cosmopolitismo y a condenar a sus seguidores (y a sus contradictores, por supuesto) a la renuncia al bienestar que proporcionan la modernidad y el progreso socioeconómico. El nacionalismo particularista no sólo es la guerra, como dijo Mitterrand, sino que va contra el espíritu universal del hombre y encierra por ello una gran inmoralidad.

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