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Daniel Capó

El choque con la realidad

Cuando se vive en un mundo ficticio, el choque con la realidad suele tener efectos colosales, ya que se calculan mal las consecuencias de lo que se ignora o se conoce sólo en forma de caricatura. La realidad, en este sentido, tiene la dureza de un mineral, que puede permanecer oculta durante mucho tiempo bajo los escombros del ruido y la ficción, pero que -una vez despejado el camino- aparece de nuevo con la fuerza de los hechos. Y los hechos tienden a ser tozudos, inamovibles, apenas maleables.

La realidad desde luego, no equivale al voluntarismo, aunque ambos se encuentren estrechamente conectados. La voluntad nos hace creer que los deseos se cumplen y que la consecuencia lógica de querer y poder consiste en hacer y conseguir. Pero el mundo real no resulta tan sencillo, entre otros motivos porque hay una cantidad innumerable de fuerzas que escapan a nuestro control y que, además, muchas veces ni siquiera podemos identificar a pesar de que actúen sobre nosotros. Los griegos creían que las leyes completaban la insuficiencia de la naturaleza humana y algo de verdad contiene esta aseveración. Sin embargo, tampoco las leyes -ni los dioses, como explica Homero en la Ilíada- pueden evitar que se imponga la realidad con todo su peso. La tragedia humana nace de estas fracturas, que se confunden a menudo con la obstinación y con una fe casi infantil en el horizonte de nuestras propias capacidades. La hybris, ese orgullo desmedido que nos invita a pensar que no hay más límites que los que nos marcamos nosotros mismos, recorre la historia de la humanidad, pavimentando el camino de fracasos personales y colectivos. La experiencia es concluyente en este punto -uno diría que sin excepciones notables-.

Vivir demasiado tiempo fuera de la realidad acarrea resultados tóxicos. A todos los niveles: moral, social, económico, político, internacional? Lo más grave es que confina la imaginación democrática al espacio angosto de la falsedad, un campo -la mentira, la posverdad- en el que nada bueno puede crecer. El tono bronco de las tertulias y del análisis público, el papel de los medios y de las redes sociales, la sentimentalización del debate intelectual que ha convertido el resentimiento en un instrumento político tendrán - de hecho, ya las tienen- consecuencias perniciosas para la convivencia. La parálisis, o la inacción, frente a problemas sustanciales que afectan a nuestro desarrollo como sociedad -y aquí el listado sería interminable: del fracaso escolar al déficit en las pensiones- irá empeorando la situación a medida que pasen los años. Un país obsesionado en consolidar unas identidades falsamente monolíticas no sólo se encierra en sí mismo, sino que deja de responder a sus necesidades más inmediatas. Nada de ello es gratuito.

Al igual que tampoco será gratuito lo que hemos visto durante estos últimos meses en España y que debería hacernos reflexionar seriamente. La ruptura de la ley , la eventual declaración de independencia, la aplicación del 155 -si así se vota en el Senado definitivamente el viernes- subrayan la gravedad de lo que está sucediendo. Sus consecuencias en Cataluña y en el resto de España son ya efectivas y tardarán mucho en depurarse: en la economía, en la calidad de las instituciones, en los equilibrios parlamentarios, en la convivencia y en el reconocimiento del valor de la pluralidad. Nada de ello era previsible hace diez años. Nada de ello es merecido. Y, llegados a este punto, no quedan soluciones sencillas. La fuerza de la realidad es tremenda.

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