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Figuraciones mías

Esos veranos

Saben ustedes esos veranos que resultan milagrosos? ¿En los que no has planeado nada pero en los que todo sale sorprendentemente bien? Veranos de baños a la luz de la luna, de fiestas que se alargan hasta el amanecer, de vestidos blancos y sandalias de cuero. ¿Les suenan esos veranos en los que una amiga te dice "¡vámonos a Formentera!" y es dicho y hecho? Y allí alquilas un Mehari y pasas los días en s'Espalmador y las noches en el Blue. Veranos en los que cierras los bares, en los que navegas por aguas de un turquesa que duele. Pues a mí, lo que es este verano, no me ha pasado.

¿Cuándo dejaron los veranos de ser veranos, cómo pudimos dejarlos escapar? Cada día atardece más temprano y, con la penumbra, una caricia de nostalgia se me cuela en el estómago. Llega el otoño, me doy cuenta de que apenas he ido cinco veces a la playa y siento que la desaparición de estos meses largos y despreocupados es como una traición, una mala jugarreta de la vida que llamamos adulta.

Pero el fracaso de mi verano no puede achacarse solo a mi displicencia; en cierto forma me he sentido expulsada de la isla aun estando en ella. La Colònia de Sant Jordi, el mejor de los lugares para disfrutar del mar y el buen tiempo, se ha convertido en un pequeño Benidorm. Nada queda ya de las solitarias playas de mi juventud, de los bares soñolientos, de los fondos marinos repletos de vida. ¡Y el ruido! Quizás siempre lo hubo, pero ahora me molesta, me agria el carácter. ¡Y las colas! Colas para llegar a es Trenc, colas para conseguir una mesa en la pizzería, colas para pagar en el súper. Es como pasar el verano en la URSS.

Por lo que me han contado, lo mismo ha ocurrido en la mayoría de núcleos turísticos (y no turísticos) de la isla, abarrotados de extranjeros e indígenas, todos ellos con el mismo derecho que yo a gozar de lo que Mallorca puede ofrecerles. Y yo, como una cría, he dejado pasar mis tres meses favoritos del año enfurruñada: ¿Ir a tomar un café a Es Portixol? No, total no se puede aparcar y las terrazas están llenas; ¿Un chapuzón en Cala Blava? No, total no se puede aparcar y la arena está llena de colillas; ¿Cenar en La Lonja? No, total no se puede aparcar y no hay sitio en ningún restaurante; ¿Ir a ver bailar a los cossiers de Algaida? No, total no se puede aparcar y la multitud te impide ver hasta el gorro floreado. "¡Toma un taxi!", pensarán ustedes. ¡No hay taxis! Les responderé yo, ¿O acaso no han reparado en que hemos estado todo el verano sin servicio? ¿Y de que los autobuses pasaban de largo sin detenerse, dándote tiempo tan solo a atisbar rostros aplastados contra los cristales?

Ha sido el verano de los récords: de visitantes, de vuelos, de automóviles circulando. Un verano en el que hemos ganado tantísimo dinero que encendemos el Cohiba con un billete. Un verano de órdago, el verano de nuestras vidas. Para mí, un verano de porquería, de duelo por las Balears que conocimos hace no tanto tiempo y que han desaparecido por el sumidero del éxito.

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