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Todavía hay tiempo

El artículo 155 de la Constitución es la herramienta de que disponen los Estados federales (o asimilados) para asegurar que la federación mantiene un control sobre los entes federados ya que existe una única soberanía (tales modelos no son confederales). No debería haber, pues, más dramatismo que el imprescindible en la medida.

En los 39 años de rodaje del régimen del 78, el art. 155 CE no había sido aplicado nunca, y muchos pensábamos que bastaba su sola existencia para que no tuviera que ser utilizado jamás. Pero no ha sido así: tras una deriva de mucho tiempo, que culminó el 6 y 7 de septiembre en la vulneración por el Parlamento de las reglas constitucionales y hasta de la democracia parlamentaria más elemental, las formaciones constitucionalistas han creído que el descarrío catalán requiere esta terapia. En un contexto como el europeo, tal aventura separatista es inconcebible y, desde luego, inaceptable. Y, finalmente, se ha optado por una intervención dura del gobierno de la Generalitat, el control del Parlamento y la asunción por el Gobierno de la facultad de disolver la cámara autonómica.

Con todo, el chirrido jurídico está construido con materiales políticos, y, también en esta clase de asuntos, siempre será mejor un buen acuerdo que un mal pleito. Porque la judicialización de la política, inevitable a veces, complace al Derecho pero no resuelve los problemas políticos. Y existe hoy día una resignada unanimidad en torno a la evidencia de que muy difícilmente este paso que acaba de darse vaya a resolver de verdad el conflicto.

La ruptura de la legalidad que ha encabezado Puigdemont y su amenaza hiriente de lanzar la DUI hace impensable que los representantes del Estado -Rajoy— puedan sentarse alegremente con sus antagonistas a buscar soluciones. No se pueden negociar marrullerías ni cabe abrir diálogo alguno con quien se sitúa fuera de la ley. Pero junto a esta constatación, resulta que Puigdemont ha reconocido a su manera que no ha habido declaración de independencia, lo cual, aunque no es garantía de nada, parece indicar que todavía habría una remota posibilidad de reconducir la situación hacia esas elecciones autonómicas convocadas por la Generalitat que despejarían la niebla porque darían ocasión a la ciudadanía de mediar en el caso y de abrir la puerta a reformas y a cambios que aplacaran el problema de fondo.

Esta próxima semana, de debate en el Senado que incluirá la petición de alegaciones al propio Puigdemont (quien puede delegar en otra persona, o hacerlo por escrito), debería servir para abrir ese camino hacia una consulta a la ciudadanía. En cuyo caso ya no habría de llegarse a la suspensión de hecho de la autonomía y sería más fácil que los procesos judiciales abiertos, que ahora entorpecen el desenlace, se cerraran sin grandes quebrantos para los inculpados. Si no llega la sangre al río, no tiene demasiado sentido perseguir a los seudorrevolucionarios.

Las elecciones autonómicas no serán la panacea, pero el hecho de que se consiguiese el acuerdo de celebrarlas suavizaría las relaciones posteriores y quebraría la dinámica de escalada que actualmente rige en el plano bilateral. Aunque, como es natural, la propuesta electoral agrada más a unos que a otros. Todo indica que ERC se negaría en redondo a prorrogar la coalición Junts pel Sí y que PDeCAT, el partido de Puigdemont y de Mas, bajaría considerablemente, al igual que la CUP, en tanto Esquerra se convertiría en el partido hegemónico.

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