El actual escenario político y social de Cataluña es inédito en los países occidentales. El Parlament está cerrado. Se ha celebrado un referéndum ilegal y sin garantías que, según interpreta la mayoría parlamentaria que lo impulsó, otorga legitimidad para proclamar una independencia que, en teoría, se anunció y se suspendió en la sesión del pasado 10 de octubre. Un millar largo de importantes empresas, entre ellas los dos bancos catalanes, han trasladado su sede social y el domicilio fiscal a otras ciudades españolas por la inseguridad jurídica creada por todo este proceso. La Unión Europea ha dejado más claro que nunca que no reconocerá la independencia de Cataluña y que cualquier cambio jurídico debe realizarse a través del marco legal de la Constitución española; la presencia de los tres principales líderes de la UE (Juncker, Tusk y Tajani) en los Premios Princesa de Asturias supuso un apoyo explícito al Rey y a Rajoy. Nos encontramos, pues, ante una crisis de enormes proporciones y de consecuencias imprevisibles que ni Puigdemont ni Rajoy han sabido parar ni reconducir hacia senderos pacificadores.

Finalmente, y después de darle muchas vueltas, el Gobierno español ha decidido iniciar los trámites para aplicar el artículo 155 de la Constitución, cuya ejecución despierta muchas dudas. Copiado del artículo 37 de la Constitución alemana, apunta más a un requerimiento que a una intervención de la Comunidad Autónoma. El catedrático de Derecho Constitucional Javier Pérez Royo afirmaba que «se va a cometer un error de proporciones gigantescas» si se activa y el también catedrático Xavier Arbós expresaba igualmente sus dudas: «El apartado 2 del artículo sólo faculta al Gobierno a dar instrucciones, pero no a sustituir instituciones de las comunidades autónomas ni a vulnerar el Estatuto o la Constitución en lo que son atribuciones». Arbós duda de que, a través del 155, el Gobierno central pueda convocar elecciones, pues esta es una atribución exclusiva del presidente de la Generalitat.

En cualquier caso, la decisión adoptada ayer por el Consejo de Ministros en aplicación del artículo 155 es una intervención excepcional y muy dura, pero en modo alguno el «golpe de Estado» que denuncia la propaganda independentista. De las tres instituciones esenciales del autogobierno catalán, presidente, consell de govern y Parlament, el Gobierno central pretende destituir a quienes ocupan las dos primeras y establece un derecho de veto sobre la tercera.

Mariano Rajoy, que dispone de plena legitimidad democrática como presidente del Gobierno y de un amplísimo apoyo político y social, ha dejado claro que está dispuesto a hacer todo lo sea necesario para restaurar el orden constitucional.

La celebración de elecciones autonómicas en un plazo máximo de seis meses, después de haber restablecido el orden constitucional en Cataluña, es la finalidad última de esta intervención. También los sectores más moderados del PdeCAT (la antigua Convergència) se muestran convencidos de que la única salida de esta encrucijada es convocar elecciones y emprender una nueva etapa, pero Puigdemont se resiste a dar este paso. Anoche, en su discurso institucional, se limitó a anunciar un pleno del Parlament para dar respuesta a la decisión del Gobierno, aunque el bloque soberanista ya tenía prevista para la próxima semana una sesión de la Cámara en la que podría votarse la Declaración Unilateral de Independencia, una declaración en todo caso meramente retórica porque no tendría efecto alguno.

Con la aplicación que todavía debe ser tramitada y autorizada por el Senado, entramos en un escenario desconocido. Más allá de las discusiones políticas estériles sobre las responsabilidades de cada cual, es fundamental señalar las dos prioridades básicas que deberían guiar la actuación de todos los actores en este conflicto: evitar que el enfrentamiento político dañe la paz y la convivencia en Cataluña, y devolver la normalidad al autogobierno tan pronto como sea posible. La situación actual no puede eternizarse, porque de lo contrario los daños políticos, económicos y sociales para sus ciudadanos, sus instituciones y su economía pueden ser irreparables.