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Nacionalismo y ley

Por alguna extraña razón compleja, el nacionalismo ha tenido, tiene todavía, prestigio democrático en este país. Quizá porque se enfrentó al franquismo durante la dictadura en Euskadi y en Cataluña, quizá porque hubo políticos de talla - Jordi Pujol, Miquel Roca- que dieron de él una versión constructiva y cooperativa y contribuyeron tanto a la edificación del régimen democrático como a su desarrollo posterior.

Peso ese nacionalismo beligerante que quiere arrastrar a Cataluña a la independencia sin contar siquiera con la voluntad de la mitad de los catalanes no merece el respeto que tuvo en otro tiempo. Porque ha mentido en sus fundamentos a la ciudadanía; porque en realidad es la consecuencia de una insolidaridad inaceptable en el seno del Estado español; porque ha roto unilateralmente la legalidad democrática que contribuyó a crear, dejando a todo el Estado en una situación delicada y generando una grave fractura social y sicológica en la propia Cataluña que está causando dolor y contrariedad a la mitad (al menos) de los catalanes.

Es cierto que la grandeza de la democracia estriba en que permite combatirla a sus enemigos, pero hasta cierto punto: disfruten los nacionalistas de sus libertades hasta el máximo pero sométanse, como todos, al imperio de la ley. Y si no lo hacen, aténganse a las consecuencias. Mientan, si quieren, porque eso está en su propia naturaleza, pero ahórrense las lamentaciones que nadie va a creer. España ya no está en duda en la comunidad internacional.

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