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Antonio Papell

La cirugía inevitable

La historia y la política van de la mano pero no son la misma cosa. Y ni aquella puede usarse legítimamente para condicionar esta, ni la política puede practicarse sólo pensando en la trascendencia homérica de los acontecimientos. Puigdemont, sin embargo, ha dejado hace tiempo de pensar en su cometido más prosaico, sus deberes concretos hacia la ciudadanía de Cataluña y los intereses cotidianos de su país, y se ha lanzado como el ave fénix a sobrevolar la realidad de la cosas y cumplir la epopeya de la independencia de Cataluña. Cueste lo que cueste, y aunque haya que dejar en el camino un rastro de dolor y de devastación.

Puigdemont, un personaje mediocre y sin brillo, llegado por azar a su privilegiada posición, deslumbrado por las luminarias que lleva implícitas el cargo, se ha dejado arrastrar por los activistas -cuyo paradigma más explícito es el representado por los líderes presos de la Asamblea Nacional de Cataluña y de Òmnium Cultural- que no han obtenido contraste democrático alguno y que tan sólo pueden arrogarse la representación de sus afiliados, y ha dado la espalda a una realidad plural, de la que el Parlamento es expresión cabal e indubitable. El hecho de que el 6 y el 8 de septiembre ese independentismo patrocinase la emisión de dos leyes manifiestamente ilegales que conducían a la secesión sin atender los requerimientos jurídicos de los expertos institucionales que advertían de su heterodoxia y sin permitir el desempeño de su papel a las fuerzas de oposición revela una deriva autoritaria que sale por completo del marco democrático occidental y enlaza con precedentes golpistas del nacionalismo más detestable que ha dejado horrorosas huellas en Europa.

Pese a ello, las fuerzas democráticas españolas del gobierno y de la oposición han manifestado un plausible pudor a la hora de aplicar el artículo 155 de la Constitución, que está en las constituciones federales para embridar los excesos de los entes federados que no se sometan a la disciplina de las instituciones superiores. Rajoy, en concreto, ha sido bien expresivo a la hora de intentar agotar todas las vías políticas y pacíficas de reducción de problema antes de recurrir a esta cirugía radical (los sucesos del 1-O fueron en realidad el fruto de una encerrona provocada por la deslealtad de los mossos, que faltaron a su obligación y embarcaron a las fuerzas de seguridad del Estado en una onerosa misión imposible). Pero Puigdemont, presionado, no ha sido capaz de tener el menor rapto de grandeza: ha cedido a la belicosidad de los más extremosos, a la épica de los irreflexivos que pretenden la independencia de Cataluña a cualquier precio como un fin absoluto, ajeno a los intereses reales de los catalanes, e incluso a la voluntad general, mayoritaria, de estos. Puigdemont ni siquiera ha cedido a la última reclamación, que brindaba dar por zanjada la rebelión si se reconducía hacia la celebración de unas elecciones autonómicas que enfriasen la situación, reordenasen del equilibrio de fuerzas y dieran a los ciudadanos ocasión de serenarse. La carta de ayer de Puigdemont rubrica un chantaje que es de todo punto inaceptable para el Estado: la declaración formal de la independencia si la otra parte no cede.

Ocioso es decir que tal declaración es irrelevante ya que nadie medianamente avisado puede considerar válido el esperpento sin garantías del 1-O ni la comunidad internacional le dará la menor trascendencia al gesto. Lo grave es, en cambio, que habrá que aplicar terapias duras a un autogobierno ya establecido, y que la inestabilidad inevitable que se derivará de las medidas terminará afectando al bienestar y a la economía delos españoles, catalanes incluidos. La obstinación de Puigdemont, muy mal aconsejado, nos embarca en fin en un conflicto cruento que revive viejos tópicos sobre la incapacidad de los españoles para convivir en paz y en libertad. Porque el surgimiento de un ultranacionalismo intolerante, descarado, insolidario y claramente étnico enlaza intelectualmente con los demonios familiares más siniestros del franquismo.

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