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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

No me eche los trastos

Quienes invertimos algunas horas semanales en pasar el trapo y la fregona sabemos lo ingrato de la tarea, el escaso rato que luce y el poco entusiasmo que recibe, en general. La de la limpieza es una ciencia extraña; ese trasiego de moléculas de la baldosa al mocho tiene su propia alquimia, basada en el principio de que el polvo no se crea ni se destruye sino que se traslada de un medio a otro y vuelve al fin a burlar la bayeta y a posarse sobre la misma superficie de la que, unos minutos antes, fue frotado a conciencia. Una entiende ahora por qué nuestras madres, pilares de sabiduría del acervo popular, nos daban el bocadillo y al mismo tiempo la vara con el "cuidado con no llenarme el suelo de migas, que acabo de barrer". También es comprensible su devoción por el orden. Una vez inoculado el caos, por ejemplo en la habitación de un preadolescente, se expande como la negrura en la oscuridad y esa clase de risueña anarquía es muy difícil de sofocar.

Cualquiera que se haya enfrentado al reto de tener la casa como una patena concluirá que es mejor pensárselo dos veces antes de ir amontonando la colada pendiente, o dejar la vajilla sucia en el fregadero "por esta noche". Desengáñese, esa clase de armonía no se logra por arte de birlibirloque. Da una pereza supina y sin embargo nos esmeramos, unos más y otros menos, en mantener una cierta disciplina doméstica y procurar que la casa no parezca un vertedero, por decoro, por supervivencia o por necesidad de equilibrio mental.

No sé cómo será cada cual en la privacidad de sus cuatro paredes, pero afuera nos comportamos como auténticos cochinos y nos da muy poca o ninguna vergüenza. Palma huele mal y caminar sin pisar un excremento o impregnarse la suela de orín reseco es una hazaña. En algunos puntos el pavimento no ha visto correr el agua desde el diluvio universal, y por aquí y allá campan los fósiles de fluidos de origen impreciso en forma de churretes de dudosa salubridad.

En casa podemos ser pulcros (o no, a saber), pero en la zona común de la calle a algunas personas no les preocupa demasiado su reputación en ese aspecto. Hay verdaderos expertos en dejar caer la colilla, o el envoltorio de chicle o la propia goma de mascar ya sea en un vahído de disimulo o bien de frente, con redoble de tambores y doble voltereta mortal. Ya pasará luego el motocarro de Emaya a cepillar el arcén, que para eso pagamos impuestos. Por cierto, se dice que en Singapur escupir el chicle está requetemultado.

Luego están las áreas de los contenedores de basuras. Algunas parecen grandes almacenes en plena semana temática. En mi barrio, esta vez toca la de los inodoros. Hay tres modelos distintos. Uno llevaba el primer día su tapa enfundada en tela de rizo, al estilo mopa, pero al parecer algún viandante se encaprichó del envoltorio y ha desaparecido. Ayer dos señoras conversaban junto al retrete. Supuse que estarían intercambiando su indignación por el estado deplorable de la acera. Sin embargo ése no era el objeto de su animada charla. En realidad analizaban con curiosidad casi erudita las características anatómicas del modelo expuesto, porque una de ellas anda remodelando el cuarto de baño y le interesará coger ideas, digo yo. No descarto que dentro de unos días se incorpore al muestrario callejero un lote completo de alicatado. Una salita de estar de las de Ikea tiene menos mobiliario que algunos basureros. El fenómeno ha dado para comentarios hilarantes en las redes sociales, un humor muy necesario para tomarse con filosofía los reveses de la vida. Pero no nos acostumbremos, que empezamos por perder la capacidad de asombro y con tanto desternille acabamos minimizando lo que suena a Síndrome de Diógenes a la inversa.

Hemos ido incorporando el hábito de separar nuestros desperdicios de manera selectiva, pero todavía ensuciamos mucho y ese vicio, en sociedad, es incívico. Algunos no tienen demasiada puntería al echar el papel al contenedor azul y ahí lo dejan, desparramados por el suelo los garabatos preescolares del niño que ya está en la Eso, los periódicos caducados, los recibos del banco y otros documentos de una intimidad reducida a cachitos y expuesta a las inclemencias meteorológicas y al fisgoneo. Otros ni siquiera se molestan en accionar la tapa del contenedor para depositar su bolsa hedionda en el interior en lugar de dejarla a la intemperie. Y hay quien abandona los tetrabriks o las botellas vacías de cualquier modo si encuentra el aforo completo, con tal de liberarse de su propia porquería. La suelta como si quemara y se aleja con la tranquilidad de espíritu de quien al menos lo ha intentado; "si el contenedor está lleno, no es culpa mía, lo tiro aquí y ya vendrá Emaya a llevárselo". Otro que también paga impuestos.

Cierto es que la empresa municipal no funciona como un reloj suizo, más quisiéramos. Pero contra tal panda de gorrinos también es difícil obrar milagros; ensucian demasiado rápido para el tiempo de reacción al que la inmensa maquinaria pública está acostumbrada. Envases, papel y vidrio son solo un 15% de los desperdicios que generamos. Del resto de inmundicias, en Palma en 2016 se produjeron unas 185.000 toneladas, más o menos las mismas que en 2010. En los últimos años la cifra había disminuido; ahora hemos remontado. Y la actitud de algunos, que no de todos, ha hecho proliferar estos photocall del abandono y la suciedad, como unas bambalinas tristes escondidas detrás de la flamante fachada de ciudad que quiere ser turística y moderna.

Los sanitarios y los electrodomésticos están excluidos del servicio especial que desde 2015 recoge por barrios algunos enseres voluminosos, lo que me recuerda que hace un mes, aproximadamente, se plantó en la misma zona de los retretes un señor de indudables intenciones picarescas, con todo un frigorífico de dos puertas a remolque. Debió de leer la estupefacción en mis ojos, porque me espetó un "¿y tú, qué miras?" que activó mi vena contestataria. Al recordarle, con toda la amabilidad de la que fui capaz, que no podía abandonar su nevera allí, me dijo, de muy malos modos, que me metiera en mis asuntos. Eso creía yo que estaba haciendo; a mí, estimado convecino, no me eche usted sus trastos.

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