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Un sí es no es

La masa se concitó en las estribaciones del Parlament, desplegando las esteladas y demás parafernalia indepe. Iban a ganar ese partido, pues para eso habían arrasado en un referéndum que no fue, aunque eso no tiene importancia. Los miraban, el mundo entero estaba pendiente de ellos. Es importante eso de la mirada mundial sobre un pueblo privilegiado que pretende pasar por oprimido. Mola eso de pasar por pobres, al menos estéticamente, eso de aparentar ser un paria cuando en verdad no se es más que un pijo llorón que, para justificar su malestar, no duda en comparar su desgracia con la desgracia del Kurdistán o de Palestina. Todo para dar un aura de heroicidad al asunto. Lo de la mirada mundial lo han ido repitiendo, y lo seguirán haciendo hasta que, de tanto mirar, veamos todos borroso. Y sabiéndolo, es menester desplegar todos los encantos, todas las heridas históricas, todos los 1714 habidos y por haber, aunque esas heridas sean fruto de la inflamación sentimental y, cómo no, también mental. Se trata de quedar guapos en la foto. Guapos y convenientemente dolidos. España, la gran represora, ese país ultramontano abusando secularmente de la atemperada, moderna y civilizadísima Cataluña. Ese país fascista. Todo esto pide a gritos la intervención inmediata de la ONU y de Amnistía Internacional. Qué horror.

Y, mientras el líder iba a proclamar la independencia, así tal cual, la masa permanecía expectante ante la pantalla como si de una final de fútbol se tratase. Tras una engorrosa introducción de humillaciones históricas y recientes, tras todo un rosario de previsibles excusas, el discurso de voz aflautada iba desembocando en lo que todos los partidarios de la ruptura deseaban: ese gol de Messi en el último segundo, esos dedos índices alzados, esa mirada al cielo o, lo que es lo mismo, la declaración de independencia en forma de república catalana o, dicho de otro modo, la solución a todos los males. La gran eyaculación tantos años retenida. Pero tras el gol y la consecuente celebración desbocada, llegó el chorro de agua helada vertida sibilinamente por la espalda: la suspensión de la misma, es decir, la puesta entre paréntesis preventivos de esa república idílica. Tras esa inesperada palabra, suspensión, los rostros de euforia se tornaron caras de desolación. Es alucinante la plasticidad de los rostros que componen la masa humana. De la felicidad máxima a la profunda decepción, en cuestión de milésimas de segundo. El mago Putxi calentó al personal para, en el acto, helarle la sangre, y sin cambiar de cara. A falta de independencia declarada, había que esperar una ración de Anna Gabriel y su dulzura radical, doblemente peligrosa. Su grupo anuncia corralitos para evitar movimientos y trasvases. Para detener la fuga masiva. Que se joda la gente. A ella, le aplaudieron. Ella no engaña a nadie, y es continuamente engañada por sujetos como Putxi, el mago, que amagan, muestran y esconden. Por cierto, un sello muy convergente ése de afirmar una negación que a la vez niega lo que afirma, en fin, ya me entienden. O no, pero eso ya da un poco igual. Algunos le exigen que aclare esa declaración. Aclarar una declaración que no es. De momento, a falta de más emociones, la cosa está suspendida hasta nueva orden. No tengan prisa, esa suspensión puede durar toda la vida. Vivir en suspenso tiene su punto. Y, mientras tanto, Junqueras aguardando su turno, con esa paciencia de orondo sacristán que le caracteriza. Su turno para asentar sus posaderas sobre la silla presidencial. Calla como un párroco, pues sabe que Putxi acabará quemado y él, en su delirio sosegado, sólo espera acceder sin ruido y con una modestia impostada a la presidencia de una Cataluña que contará con sor Teresa Forcadell, como madre superiora de la cámara.

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