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Figuraciones mías

Es ámbar gris

Hace un par de semanas, un chaval que trabaja en una pizzería de Cala Millor encontró flotando en una cala cercana varios pedazos de ámbar gris. Parece ser que, en el mercado internacional de los perfumistas, estas piezas pueden alcanzar los 80.000 euros.

Es curioso que algo tan codiciado como el ámbar gris, presente en los perfumes más exclusivos del mundo, provenga de una excrecencia de los intestinos de un cachalote, de su "mala digestión" para decirlo de modo elegante. Es curioso, asimismo, que los pedazos de ámbar llegaran a una cala mallorquina en plena temporada alta, dado lo raro de su naturaleza y el escaso número de cachalotes que parecen vivir y aparearse en el mar balear. Pero lo que es en verdad curioso, es que un pizzero se dijera a sí mismo, nada más oler la piedra: "Es ámbar gris ¡No puede ser otra cosa!"

En su lugar, yo habría esquivado con repulsión el pedrusco de 80.000 euros y hubiera farfullado acerca del nulo mantenimiento del litoral por parte del ayuntamiento de Manacor. Y si mi hijo, atraído por el penetrante hedor, se hubiera acercado a tocarlo, le hubiera pegado un grito cuyo eco se habría percibido en Lloret de Vistalegre. ¡No fuera a ser que el niño nos sacara de pobres de un plumazo!

La cuestión es que Soufian, uno de los protagonistas del hallazgo, se confiesa "fanático de los documentales de naturaleza" y asegura que, gracias a ellos, sabía lo que era y de dónde procedía. Además, cuenta que su origen árabe contribuyó a la identificación: "En los países árabes siempre se ha hablado del ámbar gris, de sus propiedades curativas y de la dificultad de encontrarlo".

Las declaraciones de este joven a Diario de Mallorca me transportaron a las largas tardes de lluvia en la casa familiar de Esporles. Mi abuelo solía contarme que los sillares que se amontonaban al norte de su propiedad eran restos de un antiguo talaiot: "Tenemos que comprarnos dos salacots e iniciar las excavaciones. ¡Quién sabe si no guarda en su interior un tesoro incalculable". Cuando la lluvia amainaba, mi abuelo y yo salíamos a buscar caracoles con los chubasqueros amarillos y me iba señalando las plantas: "Esto es un cirerer de pastor; esta planta es una estepa blanca, aunque la flor sea rosada; esto es càrritx; estas no las toques, son ortigas".

Huelga decir que yo no tenía móvil, ni táblet, ni perrito que me ladrara. La emisión infantil de los sábados terminaba a eso de las cuatro de la tarde, cuando Heidi (o Marco o el perro de Flandes) decía adiós montada en una nube. El fin de semana era largo y había que llenarlo y cualquier historia, cualquier salida era bienvenida.

Nuestros hijos son capaces de distinguir cincuenta modelos de coche solo por la forma de los faros delanteros y diferencian una evolución Gormitti de otra de un vistazo. Pero no son capaces de distinguir un helecho de una aspidistra, qué digo, no son capaces de distinguir un helecho de una lechuga. Quizás sea esa una de las carencias más acusadas, no solo del curriculum escolar, sino también de la vida familiar: ya no conocen su entorno. Estudian la sedimentación y los géiseres, es verdad; en casa les explicamos por qué hay que ahorrar agua y la importancia de la ecología, pero ya quedan pocos padres y profesores que saquen al niño de casa para señalarles las cosas y ponerles nombre: "Este pez es una donzella, esto es hinojo, esta maravilla es una encina, ahí se esconde una sargantana, esto es cuarzo, mirad cómo revolotea el murciélago, aquello que flota es ámbar gris".

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