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Antonio Papell

Miedo, nacionalismo, liderazgo

Félix Arteaga, analista del Instituto Elcano, ha publicado en su blog un trabajo sobre los miedos intangibles que afectan a nuestras sociedades, partiendo de la lectura de La sociedad del miedo, de Heinz Bude (Herder, 2017), y que se refiere a la sociedad alemana. "El autor -explica Arteaga- analiza cómo el miedo a fracasar en las relaciones, el trabajo, la familia o la pareja está progresando en sociedades tan avanzadas y seguras como la alemana. El miedo al fracaso, la angustia y la ansiedad acaban generando resentimiento contra los demás, contra los que tienen unas expectativas que no podemos satisfacer, contra los que nos pueden desplazar del estatus social que ocupamos, contra los que no reconocen nuestros méritos o no los recompensan como nos merecemos".

En realidad, estos miedos mal conocidos y con frecuencia no reconocidos por quienes los padecen están asociados a fenómenos globales, a cambios en el statu quo que nos generan inseguridad porque nos abren horizontes desconocidos e imprevisibles, que se salen del marco racional que habíamos previsto. Últimamente, los europeos hemos padecido una gravísima crisis económica, de la que aún no hemos salido completamente, que ha puesto en cuestión la estabilidad de muchos de nosotros y ha terminado de laminar el tranquilizador estado de bienestar. Asimismo, hemos sufrido el shock del Brexit, totalmente imprevisto, que ha puesto en cuestión el camino lento pero aparentemente rectilíneo de la construcción europea, que era la base de nuestro estilo de vida. Finalmente, cuando el mundo parecía haber adquirido un serie de valores universales que coincidían con nuestros fundamentos ideológicos más progresistas, ha irrumpido Trump con su brutalidad primaria, dispuesto a desengañarnos de un "fin de la historia" democrático y tranquilizador.

Todo ello coincide con la emergencia de fenómenos desconcertantes como el terrorismo yihadista, que -digan lo que digan los catalanes, recientes víctimas— nos aterroriza de nuevo. Y ante ello -explica Arteaga— tratamos desesperadamente de entender cómo pueden las personas normales llegar a perpetrar actos tan contrarios a la naturaleza humana. Para aliviar la incertidumbre, tratamos de atribuir su explicación a factores concretos como la integración o la marginación, la nacionalidad o el desarraigo, la desigualdad económica o la convicción religiosa, entre muchos otros que nos resultan más accesibles.

Y sucede que, con facilidad, el miedo se transforma en odio, si aparecen ciertos "agentes radicalizadores" que faciliten este proceso, por lo que la prevención debe dar preferencia a la detección y desactivación de tales agentes. "Resulta paradójico -concluye Arteaga— que quienes han inventado la sociedad de la información den por perdida la batalla de la comunicación estratégica frente a terroristas, ciberdelincuentes o populistas, y manifiesten su incapacidad para contrarrestar sus procedimientos de actuación. Mientras las acciones policiales ya se apoyan en la inteligencia para conocer las dinámicas y patrones de comportamiento de los agentes radicalizadores (intelligence-led), la acción política sigue todavía siendo reactiva y defensiva. Los nuevos miedos y odios precisan de liderazgo, y mientras los radicalizadores y radicalizados buscan líderes providenciales que los abanderen, los líderes políticos y sociales desisten de asumir el liderazgo que precisan las sociedades y poblaciones en riesgo".

La aplicación de estas evidencias al conflicto catalán es directa y evidente. Los agentes radicalizadores tienen nombres y apellidos (por ambos lados), y no hay duda de que la introspección de sectores sociales catalanes en su entorno cercano, cálido y acogedor, tiene que ver con las amenazas globales que les atemorizan, con las crisis imprevisibles, con las brutalidades ideológicas que llegan de ultramar, con la amenaza del terrorismo que relativiza la propia vida, con el auge de un populismo embaucador que al menos ofrece caminos distintos de los demasiado trillados por generaciones fracasadas de políticos sin talla y sin discurso. La respuesta al drama debería ser la iluminación intelectual y el liderazgo político, pero no parece que andemos muy sobrados de tales ingredientes.

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