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Cambiar esperanza por paciencia

Suponer que todo es mejorable y así ocurrirá indefectiblemente, incluso en el desencuentro entre Cataluña y el Estado, no implica que podamos conformarnos con unos plazos tan largos que demasiadas veces durarán más que nuestra propia vida.

Ojalá nos fuera dado afirmar, con Quevedo, que "nada me desengaña. El mundo me ha hechizado". Pero no suele ser la regla para una mayoría y por motivos varios: tal vez, y conforme acumulamos años, un cierto pesimismo se vaya adueñando de nosotros a tenor de lo ya visto, al punto de hacer nuestro aquello de que, lo que nos place, nos place menos que nos disgusta lo que nos disgusta. Asimismo, cabrá considerar que las sucesivas decepciones quizá obedezcan al hecho de haber apuntado demasiado alto, aunque, ¿merece la pena transitar el mundo sin utopías que nos reconforten y en alguna medida nos justifiquen?

Creo no exagerar si presumo que cualquiera ha imaginado mejoras sustanciales y airosos desenlaces para muchos asuntos que le hayan ocupado; que hay otros mundos pero están en éste (Eluard) y es aquí precisamente donde los queremos. De ahí nuestras apuestas, el tiempo dedicado y el voto por cambiar a mejor. De ahí también, frente a unas evidencias que repudiamos, la frustración que lleva aparejado, como indica el título, verse obligado demasiadas veces a cambiar esperanza por paciencia, cuando no resignación ante lo inevitable. Como resultado, más abono para ese desencanto que parece haberse enseñoreado -con sobrados motivos- de buena parte de la población, tras una Transición de la que se esperaban mejores mimbres.

A modo de ejemplos, parece ineludible mencionar los que proporcionan la política y sus representantes, en un prolongado chasco que explica el que nadie, desde los sectores más progresistas hasta los conservadores a ultranza, esté precisamente para batir palmas. En cuanto a los primeros y cualquiera que sea la formación por la que se decantaran en su día, se halla inmersa en un espectáculo, entre el teatro y la nadería, que no provocará precisamente el entusiasmo de quienes fueron sus valedores. IU, fagocitada y subsumida al punto de haberse esfumado del mapa. En Podemos, el asamblearismo del que hacen diferencial bandera no ha alcanzado a contrarrestar el adanismo de su líder (lo que supone una antinomia que aumenta la desilusión y ahí están las sucesivas encuestas para demostrarlo), el PSOE con forzados y alternativos mutismos para no dar, con la jaula de grillos en que se han convertido, tres cuartos al pregonero; C´s como renqueante báculo del PP y de éste, podrido hasta las entrañas, para qué hablar.

En semejante tesitura, la paciencia de una ciudadanía -que suscribió en su día la democracia, sin llegar a suponer que pasaría a convertirse en mera herramienta del gran capital y sus pececillos en el fondo del mar- se ha convertido en puro y simple aguante (casi heroico) a falta de mejor opción. Y la esperanza, con la paciencia al límite, ha pasado a ocupar el lugar de las antiguas y evanescentes utopías a no ser que, por biempensantes a ultranza, nos empeñemos en confundir las puestas de sol con nuevos amaneceres, aquí o allende unas fronteras -establecidas o perseguidas sin más razones, máscaras aparte, que las económicas- de países que no contribuyen precisamente a modificar la desazonadora perspectiva.

Desde el Brexit en el Reino Unido, votado mayoritariamente (y a falta de información veraz y extensiva) por los de esas edades en las que suele pensarse que todo tiempo pasado fue mejor, a las salidas del leído y reflexivo Trump o de un Occidente, en suma, cuyos intereses, arbitrariedades y oportunismos perpetúan pobreza y masacres que sólo dan para reuniones a manteles, de vez en cuando, sin resultado objetivable alguno. Ahí está el cambio climático o, por pisar el suelo cercano y no andarnos por las nubes, una Justicia tan atascada que se diría programada para favorecer la prescripción en beneficio de los pudientes, el aluvión turístico arrasando cualquier planificación o la tortura animal elevada al altar de la cultura: inmaterial si no mediara la sangre.

Cierto que madurar, como alguien sugirió, no consiste en renunciar a nuestros anhelos sino en admitir que el mundo no está obligado a colmarlos, aunque de eso a que desde fundadas expectativas se llegue (Groucho Marx) a las cimas más altas de la miseria, hay una diferencia que exigiría cuando menos detenerse a pensar, y mudar la esperanza en decepción me trae el recuerdo de una vieja amiga cuando puso sobre el tapete las razones para un posible divorcio si un día lo decidiese: "Lo conocí anarquista y con profesión liberal. Hoy es funcionario y del PSOE".

En los casos que hoy me ocupan, suponíamos también una distinta trayectoria. Pero aquí estamos, sin acertar con el modo de divorciarnos del infecundo entramado y aferrados a unas esperanzas que nos identifican con la frase final de la novela de Juan Marsé, Si te dicen que caí: "Forjados en tantas batallas, soñando como niños". Todavía soñando en que la paciencia llegue a un final feliz. ¡Y qué remedio!

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