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Eduardo Jordà

Historias de familia

Hace poco, Gerard Piqué dijo que lo que estaba pasando en Cataluña era que el hijo de la familia había cumplido 18 años y había decidido irse de casa. La metáfora no es mala, sólo que hay que matizarla un poco: el hijo no tiene dieciocho años, sino como mínimo 39, que son los años que han pasado desde la Constitución del 78. Pero aún habría que matizarlo un poco más: el hijo no tiene tampoco 39 años, sino al menos trescientos, o incluso quinientos años, que son los años que han pasado desde la unión de la coronas de Castilla y Aragón en 1492 (un hecho, por cierto, que quizá el propio Piqué no pudo estudiar en su colegio porque sus profesores se lo ocultaron o se lo explicaron de una forma muy distinta). De todos modos, el símil de la familia es cierto, sí. Déjenme ampliarlo un poco.

He aquí un padre abúlico, pasivo, perezoso e inseguro, un hombre serio y distante que no sabe ejercer su papel de padre. He aquí un adolescente hiperactivo, inteligente, caprichoso y megalómano que no soporta las críticas y que no acepta jamás que le digan que no. Y he aquí una madre veleidosa y soñadora y sentimental que odia al padre -con el que se casó de mala gana en un matrimonio impuesto- y que vuelca toda su afectividad frustrada en el niño, al que concede toda clase de mimos y privilegios y caprichos. El padre se pasa la vida ausente de la casa, y cuando está, sólo se dedica a leer el Marca y a fumarse un puro en el balcón. El niño, mientras tanto, está encerrado en su cuarto, rodeado de consolas y ordenadores y iPhones y cámaras high-tech. En vez de estudiar, en vez de trabajar, en vez de hacer algo, el niño se dedica a grabar a diario sus muy seguidas intervenciones en su canal de YouTube. Cuando se pone ante la cámara, el niño se pasa la vida insultando y criticando a su padre, al que llama torturador, ladrón, tirano, holgazán y otras cosas por el estilo. El niño se inventa heridas, agresiones, maltratos. Se queja, grita, chilla. Chilla, grita, se queja: sus padres no lo entienden, sus profesores no lo entienden, sus amigos no lo entienden, el mundo no lo entiende.

El padre lo sabe, claro, pero le da pereza actuar, y además se siente culpable por no haber sido un buen padre, y encima no sabe qué decirle a su hijo ni cómo convencerlo. Y por si fuera poco, el padre teme las burlas y los desaires del hijo, siempre hirientes y muy bien orquestados, siempre efectistas, siempre representados con una técnica dramática insuperable (la madre había querido ser actriz de joven). Y además, el hijo sabe cambiar de humor con una facilidad diabólica, y de pronto deja de ponerse agresivo y pasa a ponerse zalamero, y pone los ojitos en blanco, y empieza a decir que no quería hacer nada de eso, que no se ha podido contener y que lo perdonen, por favor, que lo perdonen.

Por lo demás, el padre sabe que la madre siempre se pone del lado del hijo porque nunca le quiere dar la razón a él. Y al final, todo acaba en una nueva pelea entre ellos dos que el hijo aprovecha para escabullirse. Así que el padre se oculta detrás del Marca -o cualquier otro periódico- y sigue desentendiéndose de lo que hace su hijo. Si el hijo monta un berrinche, y se tira al suelo después de haberse pasado diez horas encerrado jugando a la Play, el padre se saca 50 euros del bolsillo y se los da al hijo. La madre, por su parte, corre a consolar al hijo, le susurra al oído que es el más guapo y el más listo y el más bueno de los niños, y después corre a su cuarto y saca otro billete de 50 euros y se lo mete a escondidas en el bolsillo. Y así año tras año desde que el niño era pequeño hasta que ha llegado a ser el mocetón que es ahora, cuando tiene más pelos en las piernas que los gorilas que tanto seducían a Dian Fossey en las selvas de Ruanda.

Pero un día, cuando todos parecían haberse acostumbrado a esta agotadora rutina, el hijo anuncia solemnemente que se va a ir de casa. La madre se pone muy triste, pero al mismo tiempo se emociona porque quizá por fin su hijo consiga realizar sus sueños. Quién sabe si ahora, al irse de casa, el niño se convertirá en un gran actor, o en un científico famoso, o quizá al menos en un hombre de provecho. Y quién sabe si ahora el hijo le enviará muy pronto una invitación desde Hollywood para que vaya a reunirse con él en el Chateau Marmont de Sunset Boulevard. Pero el padre no se lo toma igual. Aquel hijo es su hijo. Aquel hijo no puede irse así como así de su casa. ¿Qué será de su autoridad si el hijo se va? ¿Qué van a decir los vecinos, sus amigos, sus compañeros de trabajo? Así que el padre se acerca al hijo, y cuando el hijo ya sacaba la mano del bolsillo esperando el billete de 50 euros, le da una bofetada terrible. Y luego otra. Y otra más. Es una reacción de rabia, de impotencia, de desesperación. El padre llora mientras pega, pero no puede evitarlo. La madre, horrorizada, amenaza con llamar a la policía. El hijo amenaza con tirarse por el balcón. ¿Qué pasará? No lo sabemos. Pero así están las cosas en este mismo momento.

Y por supuesto, supongo que no hará falta explicar quién representa el papel de España, quién el de la izquierda y quién el de Cataluña en esta historia de familia.

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