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Palabra de Rey en la escalada del odio

En su mensaje al país, el Rey ha resumido la extrema gravedad de la deriva independentista de los dirigentes y de una parte de la sociedad catalana, calificando de inaceptable su deslealtad a las bases legales de nuestra democracia y a las autoridades del Estado. Felipe VI reivindica la legalidad como fundamento convivencial de todos los españoles, considera modificable el marco vigente, llama al entendimiento y la concordia, apela a la tranquilidad, la confianza y la esperanza y promete la superación de estos momentos para seguir adelante en la unidad de España. Un mensaje profundamente preocupado sin invocaciones trágicas, e inclusivo sin edulcorar un punto la conducta de los secesionistas, que es merecedora de absoluta repulsa. Los catalanes que se sienten españoles no están solos, enfatizó. Y así ha de ser. El jefe del Estado ha hablado como tal y lo hizo en términos incontestables.

Pero el país sigue en vilo. Detrás de las acciones y reacciones políticas o sociales empieza a dibujarse la sombra del odio, que es lo menos controlable en cualquiera de los escenarios de consumación del conflicto. Manifiesto o solapado, el odio arraiga en el individuo y es resistente a los arreglos o desarreglos colectivos. Su naturaleza irracional desafía la razón conciliadora y envenena la convivencia. En la respuesta de una parte muy significativa de la sociedad catalana a las llamadas "cargas" policiales, que en lugar de cargas fueron hechos de contención -más duros a la mirada que en el balance asistencial reducido a cuatro los 900 presuntos heridos—y en la huelga general pagada, se hizo visible la expresión del odio en ciudadanos ajenos al activismo radical. Un odio dirigido contra los cuerpos de seguridad, que cumplieron órdenes superiores presumiblemente atenidos al alcance ordenado. La descripción hiperbólica y una visualización tan trufada de mentiras y mixtificaciones como la misma votación del no-referendum, fue caldo de cultivo de respuestas como las del martes, sencillamente incompatibles con la esencia y las formas de la democracia.

No lo son menos las ofensas a Gerard Piqué en un entrenamiento de la selección española de fútbol. Si ocurrió en una sesión a puerta cerrada, escalofría la hipótesis de lo que puede pasar en un estadio repleto y en partidos no solo de la selección sino de la liga y de la copa, que en estos momentos estarán calculando su viabilidad sin uno de los equipos estelares si se recluye en una república sediciosa. El fútbol no lo es todo, pero sí un fenómeno de masas capaz de expresar la potencialidad de un odio latente. Muy bajo han caído los políticos que se creen ungidos por la única verdad y no dan un paso ni cuando se hace socialmente unánime la invocación al diálogo.

Que vengan los analistas de la Unión Europea y de la ONU y dimensionen objetivamente la "realidad" de la violencia y la vulneración de los derechos humanos. Es muy importante que vengan y conozcan de primera mano esa realidad, valorando causas y efectos sin ignorar que lo más dramáticamente urgente es detener la escalada del odio.

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