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Las cuentas de la vida

El café de Pla

Hay que exigir responsabilidades y reclamar soluciones: soluciones reales, pacíficas, factibles, inteligentes y audaces

El 5 de octubre de 1934, la revuelta de Asturias marcó un momento decisivo para el futuro de la II República. «Hemos vivido en los últimos días -escribió un joven Josep Pla- el movimiento subversivo más extenso y más profundo, quizá, de nuestra historia contemporánea». El escritor ampurdanés trabajaba por aquel entonces como corresponsal parlamentario en Madrid del diario de Francesc Cambó La Veu de Catalunya. Cuando llegó a Oviedo, con la ciudad ya en ruinas, quedó horrorizado: «No creo que la lucha civil entre ciudadanos de un mismo pueblo -anota- haya llegado nunca al extremo a que llegó aquí». El parte de destrozos fue interminable. La universidad y su biblioteca habían sido destruidas, al igual que los edificios centrales de los bancos, la sede del periódico socialista Avance, las grandes tiendas burguesas, el teatro Campoamor -del que sólo permanecía en pie la fachada-, los hoteles de la ciudad y así un largo etcétera. «El café Niza, los bares Dragón y Riesgo han desaparecido bajo una montaña de escombros -leemos en su minuciosa crónica-. Todo lo de Oviedo impresiona, pero la destrucción de los cafés debe destacarse, porque no creo que hubiera ocurrido algo semejante en ninguna revolución anterior. Un café, ¿no es la casa de todos, no es el lugar de confluencia de las más diversas ideologías, de los pensamientos más opuestos?». Para Pla, la destrucción de los cafés -de ese símbolo de la civilización europea- constituía el peor augurio imaginable para una sociedad. El escritor terminaba su crónica con una imagen que recuerda al famoso cuadro Angelus Novus, del suizo Paul Klee, que glosara el filósofo Walter Benjamin: «Salgo de Oviedo -concluye Pla- llevándome las manos a la cabeza». En aquellos momentos, la ruina amenazaba ya a todo el país. Y se acercaban momentos todavía más sombríos para España y Europa.

De los años 30 a nuestros días, los tiempos afortunadamente han cambiado muchísimo. Las sociedades se han enriquecido y las democracias son mucho más sólidas. El contexto internacional europeo no favorece ningún tipo de conflicto a gran escala. Y los mecanismos mediadores, aunque imperfectos, resultan más sofisticados. Por decirlo en términos del politólogo Joseph Nye, en nuestra época prima el soft power de la persuasión y el prestigio por encima de cualquier otra regla. Y gracias a Dios que es así, porque la naturaleza humana, condicionada durante milenios por la genética animal y por el peso de la historia, no es pacífica de por sí. De ahí, la necesidad imperiosa de acudir una y otra vez a la experiencia cultural acumulada y a los mecanismos -internos y externos- de moderación y de reforma para canalizar los conflictos sociales. Todo lo demás supone un error descomunal que los países -y sus ciudadanos- pagan con dolor y de forma traumática.

Pero volvamos a los cafés. En Oviedo, año 1934, Josep Pla se preguntaba por la destrucción de los mismos: «¿No es la casa de todos?», inquiría. Por supuesto, el café de Pla no es tan sólo una escena del pasado, que quede fijada en la memoria colectiva de los que vivieron aquellos días trágicos, sino algo mucho más próximo que nos incumbe a todos. Y que nos lleva, por un lado, a exigir responsabilidades y, por otro, a reclamar soluciones. Responsabilidades a unas elites ineptas que no afrontan la realidad tal como es y escudan su incompetencia tras unos parapetos humanos, legales, civiles o institucionales. Responsabilidades a los que se han dedicado durante años a erosionar esa casa de todos que es el lugar de la civilización y del respeto. Responsabilidades a los que se saltan la ley y a los que no saben aplicarla con flexibilidad.

Responsabilidades, en definitiva, a los que han permitido -por acción o por omisión- que llegamos a un escenario de división sin precedentes en los últimos cuarenta años. Y, al mismo tiempo, debemos reclamar soluciones: soluciones reales, pacíficas, factibles, inteligentes y audaces, que eviten la amenaza colectiva y cuya ausencia hasta el momento pone en cuestión incluso el correcto funcionamiento de la Unión Europea. Cualquier otra alternativa sería mucho peor. Y nos haría entrar en un bucle muy peligroso que debemos evitar a toda costa.

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