No descubro nada nuevo si digo que la principal misión de las facultades de Derecho es formar juristas, es decir, personas especialmente formadas para la resolución pacífica de conflictos, de problemas sociales o de controversias. Siendo esta mi labor desde hace casi veinte años, este domingo no he podido reprimir una cierta sensación de fracaso y de impotencia. Aunque ya desde hace tiempo, diría que desde que se formó el último Govern, algunos teníamos la sensación de que el choque de trenes era inevitable, lo vivido ese día en Cataluña ha sido digno del mejor esperpento.

La toma de posesión de Carles Puigdemont fue un claro indicio de lo que podía suceder, cuando, contradiciendo de forma palmaria las previsiones legales, se convirtió en el primer presidente de la Generalitat que no prometía o juraba la Constitución, curiosamente tampoco el Estatut, garantizando únicamente fidelidad a la voluntad del pueblo de Cataluña (aunque es evidente que hubiera tenido que matizar que solamente aquella parte que se mantuviese fiel al procés). Las formas muchas veces nos adelantan el fondo. Y en este caso por desgracia ha sido así. Los meses transcurridos, las salidas de tono, el envenenamiento de la ciudadanía con falsedades y medias verdades, la acumulación de la mayor deuda autonómica en el conjunto de España y una corrupción política a estas alturas difícilmente negable, han conducido al pueblo catalán a lo sucedido en el día de ayer.

Los días 6 y 7 de septiembre anticiparon el cataclismo. Una Ley de referéndum aprobada por la vía de urgencia, alterando el orden del día, que no seguía el propio marco normativo autonómico (se ve que en este punto ni siquiera la voluntad del pueblo podía ser respetada), sin una mayoría cualificada, sin dictamen del Consejo de garantías estatutarias, con un informe jurídico en contra del Secretario General y del Letrado Mayor del Parlament y, fue seguida al día siguiente -ya se sabe que el que hace un cesto hace un ciento-, por la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república catalana con idénticos incumplimientos. De nada ha servido la suspensión inmediata de ambas Leyes por el Tirbunal Constitucional (anteayer un ciudadano a pie de urna decía claramente convencido que el referéndum estaba suspendido, pero no era ilegal), ni las medidas adoptadas por la Fiscalía, ni por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, ni la intervención de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado para evitar la votación. La propia Ley del referéndum no fue respetada, ya que su contenido se alteró, no por el Parlament, sino por la propia Generalitat que unilateralmente sobre la marcha introdujo cambios destinados a reducir aún más, las ya de por sí inexistentes garantías.

Muchas veces en la Historia se han traspasado las líneas de lo razonable y esta ha sido una más; por desgracia el Derecho no siempre aporta una solución, y por ello debe entrar en juego la Política. No al margen del marco jurídico, pero sí utilizando todos los medios que el mismo nos ofrece. La reforma de la Constitución se debería haber situado en el ámbito de la normalidad, como ocurre en el resto de países de nuestro entorno. En España, las dos reformas constitucionales hasta la fecha han sido impuestas por el Derecho de la Unión Europea, como si en cuarenta años nuestro contexto social, jurídico y político no hubiera evolucionado, no se hubiese transformado, y la realidad de las distintas partes de nuestro territorio no fuese distinta. Ese temor reverencial a reformar la Constitución ha sido insano. La espera no da más de sí, es la hora de la política de Estado y para ello se necesita que las personas llamadas a alcanzar una solución estén a la altura de las circunstancias. De la situación alcanzada, sin duda, unos son más responsables que otros, pero todos están llamados a reparar las consecuencias. El pasado no se puede cambiar, lo que toca es intentar que el futuro sea diferente, y a esa labor deberían desde hoy mismo dedicar todas sus fuerzas el Gobierno de España y el resto de grupos políticos, dando muestra de una unidad que hasta ahora no ha sido posible, pues lo que hay en juego es nada más y nada menos que la unidad territorial de nuestro Estado.

*Profesora titular de Derecho Administrativo