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¿Y esa tremolina?

El respeto a la ley es condición inexcusable de cualquier democracia, y la normativa ha de ser inmune a caprichos y pulsiones por más justificaciones que se aduzcan desde la disidencia. La subordinación a lo que previamente se aceptó colectivamente es la única garantía de respeto mutuo y, para los cambios -cualquier cosa, sin ninguna excepción, es susceptible de mejora-, se impone el diálogo para alcanzar unos pactos que, sin duda, exigirán cesiones por parte de todos los implicados.

Sin embargo, se comprueba una y otra vez cómo las opciones unilaterales, y muchas veces minoritarias, se visten de demagogia para un discurso que, movido por las convicciones (por lo general, como la fe, más peligrosas que las mentiras), suplanta las evidencias por una subjetividad que bebe de las emociones, abusa de la retórica y funda nuevas realidades a medida de los deseos cual si fuese discurso divino. Es en esas condiciones que la sordera alimenta, cuando los diques del razonamiento se ven desbordados por los más fáciles estereotipos, imágenes y griterío que abonan el desencuentro, favorecido además por el distinto significado que a iguales conceptos atribuye cada uno de los contendientes, empezando por una legitimidad que todos se apropian en exclusiva, con o sin el respaldo de esa mayoría que, finalmente, habrá de pechar con las consecuencias, sean estas cuales fueren, del juicio congelado.

Entre postureos y apuestas impermeables a la otredad, unos y otros justificarán su cuestionable trayectoria en los errores ajenos, el victimismo cobrará carta de naturaleza y las supuestas conspiraciones serán, indefectiblemente, las responsables de cuanto haya sucedido o pueda ocurrir, sin que la egolatría, nostrilatría o cualquier otra latría que se les ocurra, permita tomar aliento siquiera para dejar espacio a una -en el curso del pensamiento- aconsejable incertidumbre, necesaria para aceptar alguna de las afirmaciones que cuestionan las propias. Por eso es oportuno entrecomillar, aunque fuese provisionalmente, esas certezas convertidas en banderas y, de salir la democracia a colación y erigirse por ambos lados en sus conspicuos representantes, aceptar que los dígitos -como afirmaba el poeta Brodsky- son el secreto objetivo de la misma, lo que, más allá de lucubraciones, permitiría seguramente llevar el debate al terreno de la concreción y superar ese "debiera ser€" vestido al gusto de adanismos varios.

Naturalmente que la democracia es, más allá de las normas aceptadas en cada tiempo y lugar (la Constitución, en los países que disponen de ella), una forma de entender la sociedad. Y también puede asumirse sin empacho que, si el mundo es a la vez uno y múltiple (en palabras de Heráclito, que no lo dijo precisamente ayer para favorecer a cualquiera de las posturas hoy en liza), los colectivos tienen no sólo el derecho, sino obligación moral de ejercer la crítica en aras de la mejora. Las aspiraciones han de ser fomentadas como herramienta de progreso pero, junto a ello, convendrá la adjetivación para cargarlas de justicia: anhelos y ambiciones matizadas (un aspecto que se diría esencial en los gobiernos del pueblo y para el pueblo) con tal de evitar cualquier semejanza con el totalitarismo, y con suficiente respaldo social para una expresión, la suya, fomentada sin ambages, lo que implica transparencia y adecuada difusión de las ventajas e inconvenientes que pueda conllevar la disyuntiva.

Por todo ello, prudencia y despacito, como reza la canción del verano. Como alguien afirmó, en mi opinión con sumo acierto, nunca se va tan rápido como cuando no se sabe hacia dónde se va. Es probable que una mayoría -en buena parte silenciosa, o silenciada por los chuzos de punta que vienen cayendo- pudiera decantarse por inyectar relativismo, que propicia mayor serenidad y disminuye el estrés, a las posiciones encontradas; cambiar en lo posible polémica por política y, junto a ello o para hacerlo factible, asumir que indignación, autocompasión, listado de agravios o autosuficiencia no son, en ningún caso, posturas que faciliten las soluciones.

Todo lo que es del mismo tiempo se parece (no es observación que pretenda atribuirme) y, bajo esa óptica, el escenario podría cambiar para una representación menos melodramática de asumir, los actores y sus epígonos, que deseos y objetivos pueden ser tan susceptibles de acuerdo como unas identidades a las que, más allá de la propia intimidad, la concepción supranacional imperante resta en cierta medida aquella relevancia que pudieron tener antaño. Y los artefactos dialécticos, con mucho de sentimental y menos de pragmatismo, no debieran alimentar la tensión al extremo de extender la inquietud al conjunto.

La interacción, por resumir, supone reciprocidad de talantes, previa la asunción de que los hechos son también, por ambas partes, interpretables sin priorizar la rigidez. No debieran serlo siempre a conveniencia, y ello exige asumir lo que atinadamente aconsejara Rubert de Ventós en el libro El cortesano y sus fantasmas: "Mira que tus juicios te juzgue a ti antes que a los otros". Pero hoy, ¡a qué viene semejante batahola? ¿Es recomposición democrática o su sonora descomposición? A ver si va a sucederme lo mismo que al escuchar ruido de obras en la vecindad: nunca he conseguido adivinar, más allá de la vista, si edifican o, por el contrario, derriban.

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