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Eduardo Jordà

¿Qué nos está pasando?

¿Qué nos está pasando? De repente parece que todos hemos contraído un virus que nos produce peligrosos trastornos cognitivos. La escritora Milena Busquets, por ejemplo, dice que envidia a los jóvenes catalanes que van a protagonizar una revolución que cambiará el mundo. El exfiscal Horrach, en un congreso de juristas, asegura que todos los pueblos de España tienen derecho a la autodeterminación. Y el escritor irlandés Colm Tóibín -un gran escritor, por cierto- escribe en un artículo en The Guardian que Puigdemont y Colau son "personas bien conocidas por su condición de demócratas prudentes, reflexivos y racionales". Son tres ejemplos elegidos al azar. Y protagonizados por gente que representa a los estratos más ilustrados de la sociedad: escritores, intelectuales, juristas. Porque si descendemos a las cloacas de Twitter, lo que nos encontramos es un guirigay de gritos e insultos, apoyados en las habituales falacias y mentiras y monstruosas tergiversaciones históricas y políticas. Por ejemplo, que España es un país franquista que se rige por una Constitución impuesta por el amigo de Hitler. Que vivimos un estado de excepción. Que hay presos políticos. Que la democracia representativa es una tomadura de pelo. Que votar -aunque sea sin garantías de ninguna clase- es un derecho inalienable de las personas. Que los derechos humanos reconocen el derecho a decidir de un pueblo rico y libre que vive con el mayor grado de autonomía política conocido en el mundo. Y etc., etc.

¿De dónde ha salido este virus que nos está destruyendo el cerebro? ¿De dónde salen tantos fanáticos? ¿Y de dónde salen tantos ilusos? Cualquier persona formada debería conocer lo que han escrito sobre la revolución gente como Marina Tsvietáieva, por ejemplo, que vio cómo se le moría de hambre una de sus hijas durante el primer invierno de la Revolución Rusa, la que empezó justo hace un siglo. ¿Es que nadie ha leído sus diarios? ¿Es que nadie recuerda lo que contaba Tsvietáieva sobre las mondas de patata con que tenía que dar de comer a su otra hija?

Pero claro, los intelectuales que envidian a los jóvenes que van a hacer la revolución en Barcelona creen que ahora todo va a ser distinto. Todo será lúdico, creativo, risueño, como una bonita sesión de esplai con instructores en calzón corto y globos de colores. Pues no, las revoluciones nunca han sido así. ¿No han leído lo que contaba Chaves Nogales sobre la revolución de Asturias de octubre del 34? ¿No han leído lo que contaba Gaziel sobre la disparatada intentona separatista del Sis d´octubre, también del 34, cuando los valientes Josep Dencàs y Miquel Badia -el capità Collons- tuvieron que huir de la conselleria de Governació por las alcantarillas? ¿No han leído las memorias de Nadiezhda Mandelstam? Por supuesto que no, porque si las hubieran leído no dirían tonterías sobre los pobres adolescentes envueltos en banderas que van a hacer una revolución que cambiará el mundo.

Sobre todo porque no hay ninguna revolución en marcha en Barcelona. Una revolución la hacen los pobres contra los ricos, no los ricos contra los pobres. Y por mucho que se disfrace de pobre pisoteado y oprimido, ningún independentista catalán tiene motivos para creer que vive peor que un conciudadano suyo de Lugo o de Almería. Y si lo cree, es que no está bien de la cabeza o ha sufrido el ataque del virus que le ha alterado por completo todo proceso cognitivo. Mañana puede haber una insurrección popular en Barcelona, sí, y esa insurrección podría terminar mal si por desgracia se produjera algún hecho violento, pero esa insurrección no tiene nada de revolucionaria ni busca nada parecido a la justicia o a la liberación social. Porque esta revuelta sólo pretende afianzar privilegios y dejar de pagar impuestos. Y exhibir orgullo nacional (la peor clase de orgullo, la más miserable, la más perversa). Y se mire como se mire, y por mucho que haya motivaciones nobles en el independentismo -y las hay: el amor a la lengua catalana-, esa movilización no es más que una revuelta de ricos que quieren preservar a toda costa todos sus privilegios. Y una revuelta, además, que se hace en nombre de los sagrados derechos de la patria. Y que se organiza desde un poder autonómico que reparte generosas subvenciones y premios y que controla radios y televisiones, aunque ese poder se disfrace de movimiento rebelde que lucha contra una salvaje fuerza de ocupación. Y que además surge de los sectores más reaccionarios de la población, los más apegados al terruño, los que viven en poblaciones pequeñas que desconfían de las ciudades grandes y populosas y mestizas. Y encima, una revuelta que se funda en las mentiras y falsificaciones que repiten una y mil veces todos esos fanáticos incansables que hablan del referéndum como si fueran pequeños Goebbels con un megáfono en la boca. Por no hablar de todo el dinero público que se ha gastado en organizarla y que algún día hará falta para pagar cosas en verdad necesarias: pensiones, hospitales, colegios.

O sea que, por favor, no me vengan con cuentos. Por cada argumento noble, mañana se exhibirán mil argumentos xenófobos y supremacistas. "España nos roba", "Somos diferentes", "Pagamos demasiados impuestos". Si esto es una revolución, será la primera revolución del mundo en la que los revolucionarios vivan mucho mejor que quienes se oponen a ellos.

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