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Desconvocatoria

A estas alturas, es patente que mañana, domingo, no tendrá lugar un referéndum de autodeterminación en Cataluña. La negativa del Estado a consentirlo, por claros imperativos constitucionales y democráticos, y las medidas adoptadas contra las aberraciones jurídicas del Parlament de Cataluña que nos han traído hasta aquí sugieren que en esta inquietante jornada se impedirá materialmente la votación, que podría producirse de forma semiclandestina en determinados barrios y en ciertas localidades, gracias a la persistencia de los más vehementes defensores de la independencia y con ausencia del resto de la población. Si, sobre este frágil fundamento, el soberanismo pretendiera emitir una declaración unilateral de independencia, es evidente que tal escenificación no sólo no tendría efecto alguno sino que agravaría la ilegalidad del proceso y la responsabilidad personal de sus inductores, abriendo un periodo de conflictividad muy lesivo para todos: la justicia no puede hacer tabla rasa de lo ya acontecido y la inestabilidad política en Cataluña, con repercusiones en todo el Estado, comenzaría a producir efectos perturbadores en la economía. Ya hay síntomas de que el flujo de visitantes turísticos a Cataluña ha comenzado a debilitarse.

El bloqueo parece, pues, la consecuencia inevitable de un proceso descabellado que no tiende, desde luego, hacia el horizonte de la independencia. El prestigioso historiador Josep Fontana, catedrático emérito de la Pompeu Fabra, por ejemplo, ha recomendado recientemente en una larga entrevista a los enardecidos soberanistas poner los pies en el suelo y descartar su ensoñación imposible, que por supuesto no llegará a las bravas, como consecuencia de una voluntarista pero irrelevante declaración. Los únicos cambios de frontera en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial fueron los de las exrepúblicas yugoslavas, que tuvieron que ser impulsados por los bombardeos de la OTAN, un procedimiento bastante inapropiado en este caso. Lo más probable es que la frustración por el fracaso, unido al inexorable quehacer de los tribunales, desactive la vitalidad de la autonomía catalana y abra un largo periodo de desamor y melancolía hasta que el paso del tiempo ilumine una salida creativa que tardará tiempo en fructificar.

Así las cosas, resulta que los presagios no pueden ser peores. Ninguno de los actores que participan en los sucesos del próximo domingo puede tener razonablemente la expectativa de que su posición saldrá airosa: no habrá referéndum pero el problema de la tensión centrífuga no se habrá resuelto. No habrá separación pero la convivencia seguirá enrarecida, no sólo entre Cataluña y el resto del estado sino internamente en el seno de la sociedad catalana. De una sociedad muy preocupada, seriamente consternada por lo que está pasando, y temerosa por su futuro.

Y si esta es la realidad, si sabemos que estamos avanzando conscientemente hacia el abismo, ¿por qué no tener un rapto de cordura y parar en el último momento, al borde del precipicio, la locomotora desbocada? ¿Qué perdería Puigdemont si horas antes del cacareado referéndum imposible llamara a la ciudadanía a quedarse en casa, a cambio de que este mismo lunes se abra un generoso, amplio e ilimitado capítulo de negociaciones? Seguro que los de la CUP se lanzarían a su cuello para tratar de cortárselo, pero seguro también que una gran parte de los votantes habituales del PDeCAT y de ERC aplaudirían cálidamente el realismo de quien, hasta ahora, se ha ganado con méritos probados la categoría de chisgarabís mayor del reino, obcecado con una elemental y romántica idea de nación incontaminada y virginal e incapaz de pegarse al terreno para evitar los riesgos de lanzarse a los abismos sin paracaídas.

Ya sé que esta apelación es radicalmente inútil, que Puigdemont y Junqueras ya no son dueños de su propio destino, que ya no hay quien detenga ese sentimiento a la vez suicida y heroico que hoy invade a esa minoría fanatizada que quiere estrellarse contra un muro. Pero que quede al menos por escrito la certeza de que siempre es tiempo de todo. De que aún se podría evitar la catástrofe si alguien tuviera verdadera voluntad de buscar el bien común y de aferrarse a él a toda costa.

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