Diario de Mallorca

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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

Mi Cataluña

Mi vida comenzó a despegar de verdad en Cataluña. En 1957 dejé Mallorca para integrarme en la Compañía de Jesús catalana, hasta que en 1964 comencé a recorrer el mundo y descubrir nuevas fronteras aquí y allá. Pero la fundamentación de mi persona y de mis intenciones tanto religiosas como civiles, y nada digamos intelectuales, ya estaba perfectamente situada por una serie de personas que me habían regalado lo mejor de sí mismas. Unas eran catalanas y otras no, pero el ambiente de siembra y de primeros resultados olía y sabía a Cataluña. Nunca me he arrepentido de aquellos siete primeros años en que Cataluña me permitió sacar a flote lo mejor de mi vida, lo que ahora mismo conservo como oro que reluce, como parte del testimonio de gratitud a la vida en sí misma. Vaya todo esto por delante, precisamente en estos momentos tan delicados para todos los españoles, entre los que distingo a los mismos catalanes.

Después he permanecido etapas, mucho más breves, en esta tierra que para mí, ya lo he escrito, ha sido de bendición, pero el poso permanecía desde la etapa comentada. En aquel tiempo, Cataluña nos abría al mundo, a lo diferente, vía conexión con Francia y aquella emblemática frontera de Perpiñán, por donde nos llegaban personas, volúmenes y objetos de todo tipo. Mi primer viaje al extranjero lo realicé a través de tal frontera hasta Rennes, en Bretaña, y desde Rennes, hasta París. Tendría unos quince años, y me deslumbró. París, entonces, encerraba el mundo entero, y yo, un chico español de los 50, comprendía mi situación pero también que los franceses alcanzaban Cataluña con facilidad y este detalle nos ayudaría a cambiar. Cataluña, vía Francia, era el entero mundo y vivía características más allá de fronteras y de identidades. Más tarde, he llegado a la conclusión siguiente: si Cataluña perdiera la mundialidad para enquistarse en sí misma, comenzaría a decaer de su lugar en Europa, y desde Europa en el planeta.

Pero junto al internacionalismo o mundialización, los catalanes me impregnaron de hondura, de ese espíritu de indagación, de urgencia por la objetivación de la realidad. En Cataluña aprendí a pensar, y además comprendía que el talante de aquella gente estaba impregnado de una extraña capacidad para darle la vuelta a lo aparente hasta dar con lo nuclear. Son tipos hondos, y puede que por esta razón y en ocasiones, conviertan sus propias conclusiones en verdad absoluta, casi en una dogmática inapelable, siempre combinando la indagación con un sentimentalismo de pura raigambre local y regional. Cataluña tiene una hondura sentimental, sin la que deja de ser ella misma y que puede llevarla a las mayores exageraciones de cualquier tipo. Un detalle a tener muy presente, este tipo de extraña hondura catalana. Nosotros, los mallorquines, somos mucho más escépticos, más acomodaticios, pero también menos proclives a exageraciones desbocadas. Nuestra inteligencia y nuestro sentimiento es mucho más isleño, como las olas del mar€

Y en tercer lugar, aquella sociedad era tolerante. Todo cabía en ella, todas las opiniones y doctrinas y memorias y posibilidades, porque, como ya escribí, Cataluña era Europa y Europa era el mundo. Barcelona, en aquellos momentos, respiraba un cierto perfume parisiense, si bien más burguesa media un tanto más localista. Personalmente, pude desarrollar mi personalidad sin limitación alguna y en función de mis nacientes prioridades, Dios y el hombre, que se encontraban en ese magma que llamamos cultura. Porque sin cultura nada tiene sentido, puesto que en encuentro entre Dios y el hombre, componen la cultura más radical. En su relación o en la negación de la misma. Cuando Cataluña perdiera tal tolerancia en beneficio de una identidad recortada y aislacionista, Cataluña dejaría de ser ella misma para convertirse en una isla sin norte histórico. Es una opinión, pero refrendada por una experiencia profunda y demostrada más tarde como verdadera.

Internacionalismo, hondura y tolerancia, es lo que descubrí en aquel momento. Y me las apropié. Y pienso que nunca las he perdido. Amo, pues, a Cataluña, a sus gentes, a sus ciudades, a sus paisajes, a sus novelas y sobre todo a su excelente poesía, muy especialmente a Salvador Espríu, a Joan Manuel Serrat, a Eugenio Trías, a las editoriales míticas, a esa burguesía que, cumplida su función, se ha venido abajo en beneficio de la explosión social. Y pasear por las Ramblas, ahora ensangrentadas, es uno de los placeres más plenificantes que puedan sucederme. Amo a Cataluña. Está en mis raíces. En gran parte, soy lo que soy porque me educaron allí quienes son responsables de que sea lo que soy.

Por todo lo anterior y mucho más, me entristece cuanto sucede en estos momentos y en tierras catalanas. Me entristezco de memoria. Pienso que se está produciendo un rapto de la Cataluña conocida a favor de una Cataluña un tanto enquistada en sí misma. Recluida en su mismidad recortada, con la excusa de pasar de España. Pero España no es el problema catalán, aunque lo parezca. El problema catalán es la misma Cataluña cuando ha exagerado los límites de sus mismas ambiciones identitarias. Los ha disminuido en favor de sentimientos exagerados. Amar a Cataluña siempre será expandir su legado, sus vinculaciones, sus tolerancias, sus internacionalismos, sus honduras. Sin gritos, sin denuncias, sin expulsiones. Está claro que puedo equivocarme en la diagnosis, pero por lo menos digo lo que pienso y siento.

En 1957 llegué a Cataluña y en Cataluña me formé. Puse las bases de cuanto soy. Aprendí a pensar, repito, y perdí el miedo a pensar. Me gustaría volver a esta tierra tan hermosa para redescubrir sensaciones de antaño. Ahora, en la madurez. Y tomarme una caña con una escalibada en las Ramblas, mientras contemplo el ir y venir de tanta gente que compra flores, que lee diarios, que pasea cogida de la mano. No renuncio a ello. Porque confío en la palabra. De unos y de otros.

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