Mientras el Gobierno de España, tanto del PSOE como del PP, miraba hacia otro lado por su conveniencia de aritmética parlamentaria, desde la Generalitat, se dedicaban a interpretar en sentido amplísimo sus competencias con el objeto de profundizar en una diferenciación identitaria previamente inexistente, y actualmente sustenta por la firme solidez de las falsedades harto reiteradas.

Parece evidente que varios capítulos de la disputa secesionista se han librado en esa entelequia física, sin embargo tan real en lo descarnado de sus maniobras, que Felipe González bautizó como "las cloacas del Estado". No habrá certezas para los ciudadanos de a pie sobre si precedió la tendida del guante desafiante o el destape de los trapos sucios del clan familiar políticamente más significado de Cataluña y multitud de sus adláteres.

Literatos, historiadores y contertulios, sin duda estos últimos con mucho más predicamento, han expuesto, con mayor o menor consistencia, teorías conformes a ambas posturas. Sin embargo es un hecho objetivo que el independentismo ha pasado sólo de puntillas sobre fundamentos históricos, recuperando alguna romántica proclama relativamente reciente.

Irrisoria es la apelación al derecho de autodeterminación, un derecho concebido para favorecer que las colonias se sacudan el abuso del sometimiento, no para que un territorio que despliega todas sus pretensiones competenciales y promociona como quiere su lengua, cultura e identidad hasta los límites de la afectación, lo reivindique.

Por otra parte, con mayor o menor razón, detractores de todo romanticismo y simplistas en cuanto a no reparar en confabulación ni complejidad alguna, acotan el problema a una cuestión económica y cicatera, y atisban un arreglo plausible en una reforma de la Constitución. Me hago cruces con el uso alegre que se hace de este término, y más por amplio que por grave. Sería de agradecer mayor concreción. En nada resulta aclaratorio enarbolar, con la misma gratuidad y eufemísticamente, la bandera del federalismo y/o la revisión del sistema de financiación. Con estas pesadas alforjas poco interesa emprender el viaje resolutorio, y ello debido a lo expuesto en las disquisiciones siguientes.

Es incomprensible cómo se pueden derrochar inanes esfuerzos en criticar la globalización. Es consecuencia impepinable del desarrollo en general y de las comunicaciones en particular. Es absurdo entender la globalización como una amenaza para la cultura o la identidad cultural, sólo en un estrechísimo marco temporal se le puede conferir a esta identidad una acepción estática. Urge sacudirse la zafiedad y empezar a ver como cultura, sin ninguna connotación intimidatoria, el propio producto de la globalización.

Este mismo espíritu se debe recoger en el replanteamiento del orden internacional, la globalización es corpórea, no es una revolución digital, lo hemos visto con la problemática de los desplazamientos masivos de refugiados. Ninguna nación puede resolver ya sus problemas por sí sola, ni siquiera una fracción significativa de ellos. Urge delegar no ya sólo competencias, sino soberanías (la troceo conscientemente) en favor de organismos internacionales, la ONU o mejor uno originalmente fuerte y plural, que, entre otras cosas, vele por el respeto de los derechos humanos hasta incurrir en la imposición sobre usos y costumbres, y decida las medidas transitorias hasta la normalización de su funcionamiento. En concordancia, las actuales administraciones, y esto en todo caso, deben racionalizarse, con un método análogo al de presupuesto base cero, corresponde analizar el modo óptimo de ejercer cada función administrativa según sus características de dotación, periodicidad, nivel de automatización y cercanía que requiera (entre otras), despreciando la correlación de datos históricos por negligentes, y elaborar un plan, decenal por ejemplo, de redistribución de las competencias y funciones, sin traumas ni despidos, pero en el que la cesión o mantenimiento de las competencias responda siempre a la búsqueda de la mejora del modelo de gestión de los servicios públicos.

En esta tesitura es en la que se antoja absurdo resolver el problema con mayor financiación y descentralización, que estas operaciones no respondan a criterios de racionalización es una forma de prevaricación y malversación.

El separatismo y el proceso de desconexión en definitiva consisten en una gran operación de marketing, que en realidad carece de fundamento y, sobre todo, resulta anacrónico en relación a las necesidades de replanteamiento del orden internacional y de la administración. Sorprende que sea precisamente Cataluña, siempre a la vanguardia, y sin duda la avanzadilla europea de España durante muchos años (muy recomendable al respecto el artículo de José María Carrascal "Catalanizar España" http://www.radical.es/info/3268/catalanizar-espana-jose-maria-carrascal), la que pretenda involucionar.

Todo lo antedicho no es más que una disertación preparatoria, destinada a disipar toda sospecha de filia separatista (los amigos del "conmigo o contra mí" que tanto abundan no entienden de matices), porque ahora viene la crítica para el Gobierno.

Hallándose sustanciales razones para combatir el separatismo, resulta inaudito que el gobierno, desplegando su capacidad de instrumentalización de administraciones y agentes sociales (como astutamente ha hecho la Generalitat), no haya bajado a la arena a librar esta batalla. La postura autoritaria y de soberbio repudio del diálogo del Gobierno ha provocado un chorreo de adeptos a la causa separatista. La estrategia ya se presentaba equivocada casi desde el origen, y era evidente que, sin luchar en el plano de la captación de voluntades, el seguimiento de la estrategia de la cerrazón exigiría cada vez otra vuelta de tuerca autoritaria, asimismo era de cajón, la indubitable deriva hacia intervenciones y decomisos de índole policial, alentando el victimismo de la contraparte, con el consiguiente efecto atractivo. Emulando las construcciones dialécticas de Rajoy, diría que ahora éste va a hacer lo que no quería hacer, pero por culpa de no hacer en su día lo que tenía que hacer. Pudiendo haber ganado la batalla de la razón, se ha levantado el muro Constitución, Constitución, Constitución, y advertido con la venida del coco artículo 155. Sin duda hay que respetar la legalidad, pero sólo las normas derivadas del derecho natural, las intuitivas, son definitivas, inmutables. Es impensable que en el largo plazo unas normas de artificio que fijan proporciones y procedimientos de modificación de artículos puedan prevalecer sobre la voluntad popular, por adulterada que haya sido la formación de ésta. El plante puede servir para esta legislatura, pero complica la situación para el futuro.

De verdad alguien cree que es apropiado un sistema de decisión de simple sufragio mayoritario para decidir algo tan trascendente como la independencia de Cataluña, por un puñado de votos obtenidos con mejor habilidad publicitaria; cómo puede el gobierno de un territorio declarar la independencia con la mitad de la población en contra, cómo puede ese hipotético Estado nacer dividido en origen. Sólo ante la existencia de una mayoría social aplastante de voluntad separatista, podría el sector independentista presentar un activo a tomar en consideración para sus pretensiones. Es evidente que esta situación no se da en este momento, pero en un futuro no muy lejano, ojo.

Sin embargo, hasta cuándo se va a inhibir el gobierno, o el sector no separatista, de participar en la formación de la voluntad popular de Cataluña. Aunque consideren que esta partida es un fraude, si no la juegan la pierden. En democracia todas las opiniones cuentan, adoctrinadas o no, y pueden llegar lejos por igual.

Ni siquiera se ha hecho seria difusión de la inconveniencia económica que la independencia supone para los propios catalanes, tan catastróficas que inferían a algunos la creencia de que las autoridades catalanes en realidad no llegarían a hacer ninguna declaración irreversible.

No se puede reivindicar únicamente la inerte legalidad ante esta situación, la falta de planeamiento emocional por esta parte es aprovechada por dos líderes cada vez más fortalecidos, como son Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, para postularse como valientes y exquisitos, y así ser jaleados por un público cada vez más numeroso.

O se libra esta batalla aceptando el riesgo de perderla o se pierde con seguridad a largo plazo, y perder también es aceptar e implementar un modelo territorial y una financiación anacrónica y sangrante.

*Economista y abogado