Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

La revolución divertida

Nadie saldrá beneficiado si llega la independencia: ni los catalanes ni los demás españoles, porque todos tendremos que pagar un alto precio en términos de recortes

Las sociedades estables son muy aburridas. Si no tenemos la mala suerte de sufrir un accidente o un cataclismo, son muy escasas las posibilidades de vivir experiencias de esas que se consideran "impactantes", ya saben, de esas que algún día podamos contarles a nuestros nietos con la leve esperanza de que nos escuchen mientras juegan a la Play. En una sociedad relativamente próspera y segura, las circunstancias de la vida no suelen ser llamativas: pagar hipotecas, ser despedidos del trabajo, cumplir un horario, perder horas en un atasco, sufrir humillaciones diarias por las condiciones en las que se nos obliga a trabajar, vivir separaciones y muertes de familiares y amigos, algunas esperadas, otras inesperadas: eso es todo. Por supuesto que también hay momentos de plenitud e instantes de algo que no sabemos muy bien cómo definir -júbilo, alegría, felicidad-, aunque esos momentos no suelen ser abundantes. El resto de la vida se va -se nos va- en hechos que ningún contemporáneo nuestro nos podría envidiar: peleas con los bancos, disputas con vecinos, rutinas extenuantes -padres con Alzheimer, parejas que no nos entienden, hijos que no hacen lo que nos gustaría que hiciesen-, es decir, el lento desgaste de la convivencia familiar y de la vida sin ningún lustre. De ahí viene, supongo, la afición por los deportes de riesgo: hacer submarinismo en una cueva subterránea o lanzarnos desde una montaña en un parapente nos hacen creer que hemos hecho algo que realmente valía la pena.

Y de pronto aparece la movilización independentista catalana. ¡La Revolución de las sonrisas! Una insurrección en la que no hay tiros ni porrazos, al menos de momento (toquemos madera), sino una experiencia tan apasionante como subirse a las montañas rusas de Port Aventura. Nadie parece plantearse las cosas elementales que sabían nuestros abuelos, los que vivieron el verano del 36, es decir, que las cosas empiezan pero nunca se sabe cómo terminan y que las revueltas no son nunca pacíficas ni tranquilas. Pero eso importa poco porque vivimos -suerte que tenemos- en sociedades que nos han hecho creer que no puede ocurrir nada irreparable. Y hasta los más pesimistas de entre los independentistas sueñan, si las cosas se ponen feas, con un Mandela o con una milagrosa intervención de Europa en el último minuto que salve las cosas. De momento no hay ningún signo de que pueda aparecer un Mandela catalán que convenza al mundo de que la revuelta es justa y necesaria. Y tampoco hay noticias de una intervención milagrosa de Europa. Pero da igual, todas las evidencias y todas las realidades palpables se han disuelto en el aire. Y la insurrección sigue ejerciendo su atractivo imparable, sobre todo entre los jóvenes.

Hace poco me contaron que una chica de Manacor se había ido a Barcelona a participar en la movilización a favor del referéndum. Está claro que esta chica quiere vivir un hecho "histórico" que contagie de épica su vida aburrida y pedestre. Es normal que así sea. La idea de la independencia catalana tiene la facultad de movilizar a todo el mundo: los viejos creen que van a volverse jóvenes; los corruptos, que sus delitos van a ser olvidados; los que no tienen trabajo, que lo van a encontrar enseguida; los que dan clase en un instituto, sueñan con ser nombrados agregados culturales en Lituania (¡o cónsul en Nueva York!); los jubilados sueñan con doblar su pensión; los jóvenes con hacerse el selfie de su vida junto a la chica o el chico de la que se enamorarán para siempre; y todo el mundo sueña con vivir ese suceso maravilloso que dará sentido a su vida por lo demás muy poco interesante.

Sí, muy bien. Pero no sé si esta chica sabe que nadie saldrá beneficiado si llega la independencia: ni los catalanes ni los demás españoles, porque todos tendremos que pagar un alto precio en términos de recortes -aún más- en las pensiones y en las ayudas sociales y en todos los servicios públicos. La independencia no traerá más riqueza ni más felicidad ni más dinero público para políticas sociales, sino disputas eternas por ver quién se hace cargo de la inmensa deuda pública española. España debe un 100% de su PIB y Cataluña tiene su deuda pública al nivel del bono basura. Miren qué cerca estamos todos de la utopía y de la felicidad irrevocable.

En 1942, en su exilio de México, el novelista Joan Sales, que había sido comandante del ejército republicano, propuso a otros antiguos combatientes catalanes luchar con los aliados en la guerra de Europa para liberar Cataluña de la dictadura franquista. La propuesta tuvo cierto éxito, hasta que los dirigentes de la Cataluña republicana en el exilio decidieron que era demasiado arriesgada y la dejaron caer en el olvido. El otro día circuló por Twitter una foto de algunos dirigentes de las movilizaciones independentistas tomando copas en la terraza de Can Fuster, una de las coctelerías más caras de Barcelona. ¡La revolución de las sonrisas! Me pregunto qué diría Joan Sales si pudiera ver cosas como éstas.

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