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Columnata abierta

Héroes del silencio

Hubo movida madrileña fuera de Madrid. A finales de los ochenta se celebraba en Logroño un festival que reunía por unos días toda aquella modernidad musical que arrasaba la noche capitalina. El Iberpop fue una especie de oasis milagroso en aquel páramo cultural que era la España de provincias postfranquista. El primer concierto nos agarraba aún con la resaca de Nochevieja. Hacía frío en La Rioja los primeros días de enero, pero nos arreglábamos para sobrellevar aquellos rigores invernales en el polideportivo de Las Gaunas. En una de sus ediciones me ayudó Aurora, una chica catalana que conocí a pie de pista en pleno éxtasis rockero. Dos semanas más tarde viajé a Barcelona con mi equipo de fútbol, y me escapé del hotel en que me alojaba para poder verla un rato de nuevo. Y así durante dos temporadas cada vez que jugábamos en la Ciudad Condal. Aurora vivía en el Eixample, y cuando me besó por primera vez en un portal de la Vía Augusta, al día siguiente le ganamos al Barça juvenil de Guardiola en el Mini Estadi. Yo aquello lo interpreté como un feliz presagio de nuestra relación. Pero el futuro a los dieciocho años da muchas vueltas y, claro, terminó por centrifugar nuestra pasión.

Lo que puedo contar aquí es que Aurora me mostró una Barcelona hasta entonces desconocida para mí. Me enseñó a querer una ciudad y a sentirla como propia cada vez que la visitaba. Cuando se relajaba del todo me hablaba en catalán, y yo la entendía por mis veranos de infancia y adolescencia disfrutados con mi familia entre Salou y Cambrills. Algo más que agradecerle cuando pocos años después aterricé en Mallorca. Palma me siguió acercando a Cataluña, y cuando hoy viajo a Barcelona ya no me alojo en aquel hotel de las salidas furtivas. Me alojo en otros, pero también en casas de amigos en Gràcia, Les Corts y el Poblenou, personas que forman parte de mis afectos y con los que he compartido momentos de felicidad. Unos son de izquierdas, y otros de derechas. Algunos de ellos son independentistas, y otros no. Unos han nacido en Cataluña, y otros no. Y esos seis rasgos se combinan en ellos sin exclusiones previas. Quiero decir, que los hay de derechas, indepes y nacidos en Zaragoza, y también de izquierdas, constitucionalistas y nacidos en Cornellà. Cada uno alberga sus sentimientos, y nadie se atribuye el monopolio de los mismos.

La característica común de esos amigos que han hecho que yo sienta que Cataluña es mi país, como lo es España, es que viven en Cataluña. Y ninguno de ellos se atreve a negar mis sentimientos, como yo no niego los suyos. La fractura descomunal que está generando el proceso independentista estriba en la obligación de establecer una supremacía sentimental de unos sobre otros. Es decir, que existen unas emociones más cualificadas que otras a la hora de decidir el futuro de Cataluña. Como el concepto étnico-cultural de nación ha fracasado, entre otros motivos porque en su nombre se han producido los mayores genocidios de la historia, el nacionalismo identitario se ha visto empujado a adoptar el concepto de nación cívico-liberal, y su culminación en el derecho a decidir. Es necesaria esa apariencia para hacer presentable un proyecto excluyente, pero también por la necesidad de sumar apoyos. De ahí los esfuerzos para integrar a la causa independentista a la comunidad musulmana, y el papel estelar reservado en esta representación a un tipo tan atrabiliario como Gabriel Rufián, símbolo del compromiso charnego con la causa.

Hace tiempo que se apagó el debate racional sobre el problema catalán. El independentismo, de manera inteligente, fue renunciando a él para centrarse en la movilización de emociones, que manipuladas en masa se convierten en un material altamente explosivo. A regañadientes, pues, hablaremos de emociones, en concreto de las no convocadas a la fiesta del referéndum. Porque aquí topamos con otra de las contradicciones insalvables del prusés. El independentismo se ve obligado a acotar algo tan gaseoso como los sentimientos, y lo hace en función del certificado de empadronamiento. De tal manera que los afectos de, por ejemplo, un inmigrante magrebí afincado en Olot sobre el encaje o no de Cataluña en España, cuentan más que los míos por el mero hecho de pagar mis impuestos en Balears. De ahí toda esta farsa democrática, en la que reivindicar el derecho decidir de unos supone negar el derecho a decidir de otros, que también albergamos sentimientos sobre Cataluña, pero al parecer no suficientemente cualificados para poder votar.

Cuando mis amigos catalanes lean esta columna algunos de ellos estarán en desacuerdo y tratarán de disfrazar con cariño su supremacía sentimental. Otros, la mayoría, me volverán a comentar en privado lo irracional que resulta hacer elegir a un niño entre querer a su madre o a su padre, y el alto precio social a pagar por manifestarse en contra de esta carrera hacia el abismo. Yo les recordaré que conocí a Aurora en un concierto de Héroes del Silencio, pero que han pasado casi treinta años, y en Cataluña ya no es tiempo de permanecer callados.

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