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Daniel Capó

Una crisis occidental

El relato oficial sostiene que el Procés se inició con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estatut en 2010. Es posible, aunque se trata de una narración demasiado lineal como para resultar del todo creíble. La sentencia vino precedida de una recogida de firmas en contra del estatut, que impulsó el PP para movilizar a una parte determinada del electorado y dividir el voto socialista en algunas regiones españolas. La redacción del estatut tampoco era exactamente ejemplar y tenía mucho más de señuelo que de voluntad de encaje. En contra de lo que afirma el mito imperante, la lectura que del estatut hizo el Constitucional fue generosa en sus términos. Sólo se anuló un artículo completo y se realizaron recortes en otros trece, a pesar de que una interpretación rigurosa hubiera llevado a la supresión de muchos más. Nada muy distinto a las sentencias que podaron tanto el Estatuto de Andalucía como el de Castilla y León en 2011, por citar dos ejemplos. Nada, en realidad, que no sea práctica habitual en los países europeos de nuestro entorno. Pero eso poco importa ya. En aquel momento, empezó a imponerse una mirada paralela sobre España y su democracia, que existía previamente, aunque distaba de ser transversal. El shock económico, la metástasis de la corrupción y el surgimiento de los movimientos populistas -alimentados además por una continua movilización desde los medios de comunicación y las redes sociales- contribuían a una misma atmósfera desestabilizadora. Por supuesto, como suele ser habitual a lo largo de nuestra historia, no se trata de un hecho singular que dé la espalda a lo que sucede en el resto de Occidente: las particularidades del drama son españolas; sin embargo, la crisis es mucho más amplia y desborda incluso las fronteras europeas.

Cabe leer el 1 de octubre desde muchas perspectivas. Una de ellas nos habla de la formación de un nuevo demos -no sólo catalán, también en el resto de España-, como es propio de los cambios de régimen y del surgimiento de una legitimidad distinta. Hasta qué punto existe o no un nuevo demos sólo la Historia lo dirimirá, aunque conviene no olvidar las palabras que escribió el sabio republicano José Castillejo desde el exilio londinense: "Una monarquía española cayó en 1868, otra en 1873, una primera república en 1874, una nueva monarquía en 1931, y una segunda república en 1936. Estas transformaciones políticas se han producido con el mismo tipo de hombres, las mismas tradiciones, los mismos métodos y condiciones externas similares. La España republicana era el mismo país monárquico de la víspera, que ya había sido republicana antes. En muchos casos ni siquiera los líderes cambiaron". Otra perspectiva a considerar es la que se aparta de los particularismos locales para centrar su atención en el "momento ciceroniano" que vive Occidente: el desprestigio y la fragilidad que de repente aquejan a la democracia representativa y al Estado de derecho liberal, junto al asalto de un populismo que se reviste de democracia plebiscitaria y que se atribuye la prerrogativa de hablar en nombre del pueblo verdadero. En este sentido, las dolorosas circunstancias españolas constituyen un episodio más de la revuelta de Occidente, junto a Syriza, el Brexit, Donald Trump o Marine Le Pen. Una revuelta que, por un lado, llama a reforzar la soberanía nacional frente a los mercados globales y, por otro, a dinamitar las instituciones democráticas o, como mínimo, a debilitar su control.

Las noticias se suceden a tal velocidad que lo nuevo envejece enseguida. Hay que intuir, por tanto, qué sucede bajo la superficie. El gobierno se encuentra en camino de descabezar el Macguffin del referéndum, gracias a la presión judicial. La tensión irá en aumento, pero difícilmente puede dinamitar el Estado de derecho. La realidad no casa siempre con los deseos. Y aquí todos tendremos que aprender a leer en los posos de lo que ha sucedido estos años no tanto las señales de un futuro incierto como el líquido espeso de una realidad compleja que rechaza las caricaturas.

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