El 6 de diciembre de 1978 el pueblo español aprobó por abrumadora mayoría de votos, el 91,81% de casi dieciocho millones de votantes, la Constitución hoy vigente. En esos votos están incluidos los 2.986.726 que fueron depositados en Cataluña, de los cuales 2.701.870, es decir, el 90,5% se pronunciaron por el "sí" en tanto que 137.845, el 4,6 %, se inclinaron por el "no". Nadie, pues, podrá poner en duda que el pueblo español, del que forman parte los catalanes, en referéndum legalmente convocado y celebrado con libertad y limpieza, decidió dotarse democráticamente de una ley de leyes que se sitúa en la cúspide del ordenamiento jurídico del Estado.

En ella el artículo 2 es claro: "La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas". España es, pues, un Estado unitario, indisoluble e indivisible porque la Constitución no admite secesión alguna de ninguna parte del territorio español. Por otra parte el reconocimiento y garantía del derecho a la autonomía de las nacionalidades queda plasmado, respecto a Cataluña, y aprobado por los votantes catalanes, en el artículo 1 del texto consolidado del Estatuto: "Cataluña, como nacionalidad, ejerce su autogobierno constituida en comunidad autónoma de acuerdo con la Constitución y con el presente Estatuto, que es su norma institucional básica".

A su vez la ley orgánica 2/1980, de 18 de enero, reguladora de las distintas modalidades de referéndum, en su artículo 2-1 dice: "La autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum en cualquiera de sus modalidades, es competencia exclusiva del Estado". Pese a esto el Gobierno autonómico de Cataluña y la mayoría de su Parlamento, acaban de aprobar una "ley de referéndum" y una "ley de transitoriedad" con el objetivo de intentar conseguir que esa comunidad autónoma se convierta en un Estado independiente bajo la forma política de república.

No hace falta ser doctor en Derecho para apreciar que esta actitud contraviene frontalmente las normas antes referidas y que, por consiguiente, el Estado puede utilizar todos los recursos que la Constitución y las leyes le permiten para evitarlo. Pero, con todo, alguien podría preguntarse sobre si no obstante tal actitud, contraria al Derecho interno, estaría conforme con el Derecho Internacional público vigente. Veamos si es así.

Actualmente todos los espacios territoriales del planeta están descubiertos, y la casi totalidad de ellos (la Antártida, por ejemplo, posee un régimen especial) se pueden dividir en dos categorías: Estados soberanos y territorios coloniales. Por tanto, partiendo de esto, un nuevo Estado solamente puede surgir por alguna de estas causas: por la separación del territorio colonial del Estado metropolitano; porque una parte de un Estado soberano se separe de éste al estar constitucionalmente previsto, como sucedía con el hipócrita artículo 77 de la Constitución de la antigua Unión Soviética, y como sucede, sin doblez, en la Constitución francesa al reconocer el derecho a la libre determinación de los pueblos y territorios de ultramar, pero sólo a éstos y no a los demás que componen la totalidad del pueblo francés cuyas reivindicaciones a la independencia de alguno, sito en Europa, como es Córcega, supondría una secesión que resultaría totalmente incompatible con la unidad del pueblo francés.

La aparición de un nuevo Estado también puede producirse por disolución de un Estado que se disgrega en varios Estados o pasa, en su totalidad o en parte, a integrarse en uno o varios Estados; o por acuerdo de creación de un Estado (así ocurrió en 1929 entre la Santa Sede e Italia, dando lugar al Estado de la Ciudad del Vaticano en el corazón de Roma).

La Carta de las Naciones Unidas reconoce el principio de "igualdad de derechos de los pueblos y su derecho a disponer de sí mismos" (artículo 1, párrafo 2 y 55), y organiza jurídicamente el colonialismo en el capítulo XI, ocupándose principalmente de los territorios colocados "bajo tutela" susceptibles "autoadministración". Ya desde su quinta sesión (1950) la Asamblea General de la ONU comenzó a insistir en la "importancia del principio de los pueblos a disponer de sí mismos". Años después aprobó la llamada "Carta de la descolonización", es la resolución 1514 (XV), de 14 de diciembre de 1960, que contiene la declaración sobre la concesión de independencia a los países y a los pueblos coloniales, en la que se afirma que la falta de preparación en los ámbitos político, económico, social o educativo, jamás se podrá tomar como pretexto para retrasar su independencia, por lo que el derecho a la independencia aparece como un derecho absoluto frente a la totalidad Estados, derecho que se extiende a los territorios coloniales y a los colocados bajo tutela.

Posteriores resoluciones de la asamblea general como la 1654 (XVI) y la 2189 (XXI) volvieron a insistir en ello, y en 1966 tal derecho pasó a formar parte de los dos pactos de Nueva York sobre los derechos del hombre (ratificados ambos por España). En 1970, en la resolución 2621 (XXV) se diseñó un plan para aplicar la declaración de 1960, y en la fundamental resolución 2625 (XXV), que codifica los "principios de Derecho Internacional relativos a las relaciones de amistad y la cooperación entre los Estados conforme a la Carta de las Naciones Unidas", se vuelve a recoger la igualdad de derechos de los pueblos y su derecho a disponer de sí mismos.

Ahora bien, el derecho de un pueblo cualquiera a disponer de sí mismo, a su autodeterminación, no es ilimitado. Por ello resulta indispensable precisar la noción de "pueblo" y la de "autodeterminación". En este sentido para los pueblos constituidos en Estado, o integrados en un Estado democrático que reconoce su existencia y les permite participar plenamente en la expresión de su voluntad política y en el gobierno, ese derecho a disponer de sí mismos, de autodeterminación, no es más que un derecho a la "autodeterminación interna" y, en los Estados multinacionales se traduce en el reconocimiento del derecho de las minorías a un estatuto jurídico protector, pero en modo alguno resulta ningún derecho a la "autodeterminación externa" lo que conduciría a la figura de la secesión, porque ello resulta incompatible con otro principio fundamental del Derecho Internacional contemporáneo, contenido en la citada resolución 2625 (XXV): el principio de la integridad territorial del Estado.

Por ello el principio de igualdad de derechos de los pueblos y de autodeterminación no puede ser interpretado en el sentido de que autoriza o fomenta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial de los Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos y estén, por tanto, dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio.

Conforme con esto el secretario general de las Naciones Unidas, U Thant, afirmó en 1970, al ser interrogado sobre el fallido intento de la secesión de Biafra del Estado de Nigeria: "La ONU jamás ha aceptado ni jamás aceptará el principio de secesión de una parte de un Estado". Por tanto, nada avala que el derecho a la libre determinación de los pueblos coloniales constituya un derecho a la secesión de cualquier pueblo integrado en un Estado.

La diferencia de naturaleza de los territorios no permite acudir a la analogía. El territorio de un Estado soberano no puede identificarse con un territorio colonial, que no es parte del territorio del Estado que lo administra. La misma norma de Derecho Internacional que autoriza la libre determinación de los pueblos coloniales, rechaza y condena la secesión de los que no lo son.

Y en el mismo sentido se pronunciaron el acta final de Helsinki de 1975 (parte VII), la declaración de Viena, de 25 de junio de 1995, de la conferencia mundial sobre los derechos del hombre y la declaración adoptada por la asamblea general con ocasión del 50 aniversario de las Naciones Unidas que reproduce textualmente el contenido de la tan citada resolución 2625 (XXV).

Naturalmente que el Derecho Internacional no prohíbe que un Estado pueda admitir la secesión de una parte de su territorio. Antes se han citado los ejemplos soviético y francés. La existencia, o no, de la posibilidad de secesión depende, pues, exclusivamente de lo que disponga la Constitución de cada Estado. Una cosa es el pueblo de un territorio colonial y otra muy distinta el pueblo de un Estado soberano.

Los territorios, con sus pueblos, sujetos a descolonización son los que desde 1946 y 1960 han sido incluidos en la lista elaborada por la asamblea general de la ONU, allí figuraban Fernando Póo, Río Muni, Ifni y Sáhara Español, pero no estaban, ni están, Ceuta, Melilla, los peñones de Alhucemas y Vélez de la Gomera, ni el archipiélago de Chafarinas (islas de Isabel II, del rey y del Congreso). Y Cataluña, obviamente, tampoco.

Por todo lo antedicho la comunidad autónoma de Cataluña no goza, pues, conforme al Derecho Internacional vigente, de la facultad de separarse unilateralmente y por propia voluntad, del Estado español, por más que una parte de su población aunque fuese mayoritaria, su actual Gobierno autonómico y la mayoría parlamentaria estén empeñados en ello. Sólo el pueblo español en su conjunto, a través de una reforma constitucional que lo permitiese conforme a las normas aplicables, podría hacerlo legalmente posible.

Titular numerario de Derecho internacional público y privado.

Facultad de Derecho. Universidad Complutense de Madrid