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Antonio Papell

Cataluña: efecto integrador del conflicto

Mucho se ha hablado y se ha escrito de los efectos creativos y reconfortantes de las crisis, que, si están bien gestionadas, muestran impetuosamente su ambivalencia al llegar al desenlace. El caso del Brexit puede ser paradigmático a este respecto: si la decisión brusca de los británicos pareció al principio un gran desastre, hoy todo indica que el impacto podría derivar en una reafirmación europea en el sentido de acentuar la integración política a mucha mayor velocidad que antes, ya sin la rémora del euroescepticismo londinense.

En el caso de Cataluña, que no se desgajará de España (entre otras razones porque el independentismo es minoritario, porque los independentistas han planteado un trágala que les ha enemistado con la comunidad internacional, y porque el Estado moderno de que nos hemos dotado no lo consentirá), tendremos ocasión de someternos a un radical aprendizaje que producirá un efecto parecido al de una vacuna capaz de inmunizarnos ante cualquier reviviscencia de la misma enfermedad, el nacionalismo.

En efecto, la democracia española, que arrancó en un rapto de buen sentido colectivo que se desarrolló al socaire del recuerdo todavía fresco de la guerra civil -la obsesión de los dirigentes de entonces fue evitar que se repitiera el gran desentendimiento a la muerte del dictador-, no acabó de resolver de una manera definitiva y explícita la cuestión de las nacionalidades históricas, que revivieron con su aura romántica en la última etapa de la dictadura y se desarrollaron luego pletóricamente ya en libertad.

La Constitución de 1978 supuso la normalización de aquel estado de cosas sentimental -los partidos nacionalistas pudieron vehicular su ascendiente y de hecho han gobernado la mayor parte del tiempo tanto en Cataluña como en Euskadi- y, lo que es más importante, estableció un Estado cuasi federal de gran consistencia, bastante bien articulado y capaz de convertirse en un actor de primer orden en la escena europea e internacional, al tiempo que entregaba a los ciudadanos un generoso estado de bienestar y las herramientas para conseguir una prosperidad que es evidente y nadie niega, a pesar de la reciente crisis.

Sin embargo, la pulsión nacionalista de algunas comunidades periféricas ha mantenido un irredentismo montaraz basado en la pretensión -frontalmente opuesta a la letra y al espíritu de la Constitución paccionada entre todos- de conseguir un "estado" para su "nación", de forma que su "identidad" quedase preservada y a salvo, separada mediante las correspondientes fronteras físicas de la "contaminación" colindante.

Pues bien: como ha sugerido Manuel Conthe en un memorable análisis, la respuesta a semejante exigencia imposible consiste en esgrimir "el Estado" y su "laicidad" civil frente a la pretensión "nacional". El Estado es un concepto jurídico que describe un sistema avanzado de organización, que es por definición "laico" frente a las adhesiones subjetivas de los ciudadanos, en el plano nacional o religioso. Citando a Renan, Conthe señala que el concepto de "nación" no se basa tanto en los elementos materiales que la constituyen -raza, lengua, cultura- cuanto en el sentimiento individual de sus miembros de pertenencia a ella. Y ese sentimiento individual se asemeja al de profesar una religión o ser simpatizante de un club de fútbol, con la principal diferencia de que la nación es una comunidad de base territorial. Así pues, mientras que "Estado" es un concepto jurídico y administrativo, "nación" es un concepto esencialmente psicológico.

De ahí que la crisis catalana haya de desembocar en una potenciación del concepto de Estado, que es una construcción jurídica acogedora "laica" en la que caben todas las religiones pacíficas y las distintas "nacionalidades", es decir, las diferentes adscripciones identitarias, que no dan derecho a destruir el edificio institucional, por más que los "catalanes" sientan que su "nación" es Cataluña y no España. Si finalmente interiorizamos estas evidencias, la crisis habrá servido para algo.

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