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Antonio Papell

Cierta cobardía moral

Cataluña ha quedado en manos de una clase política depauperada, fuertemente desacreditada por la corrupción reciente

Los soberanistas no consiguieron en las elecciones autonómicas de 2015 la mayoría absoluta en votos, pese a que Junts pel Sí se formó para conseguirla. Ni siquiera con la CUP, el nacionalismo democrático alcanzó el 50% de los sufragios. Y a pesar de ello, esta fracción de la representación catalana, que sí es mayoritaria en escaños, ha actuado como hubiera sido ungida por una mayoría sobreabundante, sobrecogedora e incuestionable, cuando la verdad es que a) la mayoría sigue sin ser soberanista y b) el grupo sociológico más numeroso de Cataluña es el de los ciudadanos que se sienten tan catalanes como españoles. El Centre d´Estudis d´Opinió de la Generalitat, el llamado CIS catalán, publica periódicamente demoledoras encuestas que avalan esta afirmación y describen el rico mestizaje y la saludable complejidad de la sociedad de aquella comunidad.

Existe, en fin, un único discurso público predominante en Cataluña, que se ha ido haciendo ensordecedor pero que paradójicamente no es mayoritario. El soberanismo ha sido evolucionando en un tragicómico crescendo que le ha llevado a rechazar de plano la legalidad vigente, como si ello fuera perfectamente normal (una parte de la convención democrática, del contrato social rousseauniano, consiste en respetar la legalidad). Y tales tesis han ido encontrando condescendencia en las corporaciones económicas y sociales, en los centros de opinión de variado pelaje y hasta en el sistema mediático, en el que han sido clara minoría las voces discordantes con el monocorde monotema. Y los disidentes han sido vapuleados sin contemplaciones, como cuando El Periódico publicó la información de que había habido un preaviso antiterrorista antes de los trágicos atentados del 17A.

Quiero decir -y finalmente lo digo sin rodeos- que ha habido una cierta cobardía moral ante el envalentonamiento de quienes, además de independentistas (lo cual es una adscripción inobjetable y respetable), estaban (están) dispuestos a imponer su modelo autodeterminista a toda costa, por procedimientos autoritarios, despreciando los procedimientos constitucionales y vulnerando incluso si es necesario la voluntad de la mayoría. Lo que se ha visto en las sesiones parlamentarias de la pasada semana, en las que se aprobaron la ley del Referéndum y la de Transitoriedad, fue sobre todo un desprecio repulsivo a la voluntad general, al principio de contradicción característico del sistema parlamentario. El tono con que Forcadell impuso su criterio a las minorías, la desfachatez con que se obviaron los procedimientos más elementales de la democracia, la procacidad con que se prescindió de las garantías que adornan al modelo son signos que indican que estamos en presencia de unos autócratas arbitrarios que darían miedo si consiguieran sus objetivos: los catalanes tibios, poco patriotas, tendrían que echarse a temblar.

Pero ante semejante desaguisado, lo lógico hubiera sido que más voces hubieran salido a la palestra a disentir de un camino alocado que ha embarcado a Cataluña y a España en un gran atolladero. Leo con estupor que los empresarios siguen sin pronunciarse corporativamente ante una amenaza en la que está en juego nada menos que la permanencia de Cataluña en su mercado, que es la UE (las grandes compañías no se han atrevido a hacerse oír con el argumento inválido de que muchos pequeños empresarios sí son soberanistas). Y ha habido un silencio cobarde y cómplice en muchísimos estamentos de la sociedad civil catalana. Si los pronunciamientos colectivos no eran fáciles, sí cabía lanzar mensajes individuales o de grupos.

Ya se sabe que el independentista, el "patriota", el populista que formula argumentos épicos consigue fácilmente prestigio social y arrastra a las masas al despeñadero con cierta facilidad. Pero a fin de cuentas esta sociedad nuestra, culta y madura, ha estado sensiblemente huérfana, y sin duda hubiera entendido los mensajes más sofisticados e inteligentes que sólo una minoría se ha atrevido a emitir. Cataluña ha quedado en manos de una clase política depauperada, fuertemente desacreditada por la corrupción reciente, y encantada con la perspectiva de poder mangonear a su antojo un pequeño país dispuesto a decretar, a nada de constituirse, todas las amnistías necesarias.

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