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Antonio Papell

¿Ante un proceso revolucionario?

¡Viva Cartagena! El grito iconoclasta, que contribuyó al caos que provocó el fracaso de la voluntariosa Primera República Española y que desde entonces se utiliza para describir la frivolidad de quien actúa a su antojo y sin sujeción a normas, tiene hoy plena vigencia en Cataluña. El presidente de la Generalitat, que está al frente de una institución sacada de las cavernas medievales gracias a la Constitución de 1978, que hizo posible que Cataluña disfrutara de un admirable Estatuto de Autonomía que la hace dueña de la mayor parte de las competencias de que disponen los Estados modernos, declaró horas antes de la manifestación del 11S que no teme a la inhabilitación porque la única institución que podría hacerlo es el Parlamento de Cataluña, sede de la soberanía de los catalanes, cuyas decisiones están por tanto por encima del Gobierno de la nación y del Tribunal Constitucional.

Semejante afirmación es, o bien una estupidez, o la apertura de un proceso revolucionario encaminado a proclamar unilateralmente la independencia, o ambas cosas a la vez. Porque el ilustre presidente de los catalanes, que lo es -conviene insistir en ello- porque se ha sometido a los procedimientos constitucionales y estatutarios para serlo, parece no entender que las tesis que maneja son sencillamente erróneas, y que sí puede ser perseguido judicialmente, y en su caso detenido, juzgado y encarcelado si no cumple las leyes vigentes en Cataluña, que son las que rigen en el Estado español.

El desmarque de Puigdemont en este asunto no es singular, como bien están experimentando los alcaldes. Puigdemont, ya lanzado al vértigo del disparate, ha pedido a los soberanistas que se encaren con los alcaldes que no estén dispuestos a facilitar el referéndum; es decir, el representante del Estado en Cataluña pide a sus ciudadanos que sometan a escraches a regidores municipales que se obstinen en cumplir la ley. Pero la desfachatez de esta tropa independentista va todavía más allá: el presidente de la Asociación Catalana de Municipios (ACM), Miquel Buch, ha planteado a los alcaldes que no quieran ceder locales para votar el 1-O que firmen un decreto de cesión de alcaldía accidental a otro concejal "que sí tenga ganas". Este sujeto ha completado su constructivo discurso tachando de "fatalidad para la vida política" que haya alcaldes que no cedan locales, porque a su juicio se evidenciará que no estarán al lado de la democracia, sino del PP y de "los que envían Policía ante los medios de comunicación y persiguen urnas en las imprentas", en alusión a los registros del fin de semana para detectar trabajos relacionados con la organización del 1-O.

En definitiva, si Puigdemont y sus seguidores están de verdad convencidos de que la soberanía ya reside en el Parlamento de Cataluña, de que no rigen en el Principado las leyes españolas y son por tanto dueños en exclusiva de su propio destino, ¿para qué van a celebrar un referéndum, cuyo resultado tampoco acatarían si no les fuera favorable? Declaren la revolución, primero, y la independencia, acto seguido, y siéntense a esperar. Porque es previsible que el Estado español, con el aplauso de toda la Unión Europea y demás países democráticos del mundo, tomará cartas en el asunto y restaurará, porque es su obligación, la legalidad quebrantada.

Lo grave el caso es que, en tanto en democracia los conflictos son por su propia naturaleza incruentos, fuera de ella todo puede ocurrir, y si los disidentes no se avienen a razones cuando se apele a la ley, es posible que se llegue a la violencia física, como ha prevenido con seria preocupación una personalidad tan pacífica y honorable como Josep Borrell, y que seguramente esperan los independentistas (algún exceso de Madrid podría supuestamente provocar grandes manifestaciones, como en Ucrania, pero España no es Ucrania ni se le parece). De cualquier modo, es una ingenuidad creer que el Estado permanecerá quieto mientras una fracción de catalanes -escasa a juzgar por la manifestación del 11S y minoritaria según todos los sondeos- impone un modelo exótico de república independiente a otra fracción, menos ruidosa por prudente y pacífica pero atónita ante el espectáculo que está teniendo lugar.

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