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Antonio Papell

Defensa de la democracia

Produce desazón e incluso náusea a veces el énfasis con que los soberanistas catalanes utilizan la palabra democracia, acompañados con frecuencia por los populistas, que -compañeros de viaje- están aprovechando el conflicto catalán para debilitar y acabar desmontando el régimen del 78.

No es cosa de dar más vueltas a la polisemia inocultable del término democracia, que, se cargue o no de apelativos (hasta el franquismo alardeó de democracia orgánica, al estilo de los viejos fascismos, que también reclamaban el concepto), difícilmente podrá liberarse del sino de la manipulación. Por ello, es conveniente sustituirla de vez en vez por su significado, lo que obliga a explicar el acervo ideológico que los demócratas defendemos cuando en este caso adoptamos la posición constitucionalista.

El que Podemos llama despectivamente "régimen del 78" es un sistema constitucional obtenido mediante una intensa síntesis de todas las sensibilidades políticas presentes en la España plural de la época, adoptadas en la mayoría de los casos por mímesis de los grandes partidos democráticos europeos y utilizando los mimbres constitucionales de las grandes democracias europeas y americanas del momento. La Constitución de 1978 es, pues, plenamente democrática -existe una extensa literatura internacional muy elogiosa con aquel texto que fue un prodigio de modernidad al promulgarse- y está dotada de una gran legitimidad, tanto por lo meticuloso del procedimiento de redacción -en 1977 fueron elegidas unas cortes constituyentes con absoluta libertad- como por la limpieza de su aprobación, que culminó en el solemne referéndum de 1978, cuyo resultado fue muy expresivo: votó el 67,1% del censo y hubo un 88,5% de votos afirmativos. En la provincia de Barcelona, por ejemplo, con una participación del 67,6%, el sí alcanzó el 91% (en las cuatro provincias catalanas se superó el 90%).

Aquella Constitución, que nos redimía definitivamente del régimen autoritario anterior que había imperado desde 1939, fue nuestro pasaporte a la Unión Europea, que nos homologó con las grandes democracias que ya la formaban. Nuestra carta magna tiene un valor y un prestigio semejantes a la Constitución alemana de 1949, a la norteamericana de 1787 o a la Constitución francesa de 1958 sobre la que se erige la V República. En ninguno de estos países está en cuestión la ley fundamental, por mucho que todos ellos la hayan modificado cuando ha sido preciso para corregir algún anacronismo o constitucionalizar algún avance. No hay, pues, razón para pensar que la Constitución española de 1978 se haya quedado obsoleta, como se escucha a veces; ni mucho menos tiene sentido la peregrina afirmación de que no tiene valor porque la mayoría de los ciudadanos actuales no la han votado. Entonces, los norteamericanos, con su constitución bisecular, estarían locos al venerar un pacto constitucional tan remoto€

Viene todo esto a cuento de la afirmación que sigue: no hay ninguna razón legítima para violentar una Constitución que conserva su lozanía y su vigor y que mantiene su prestancia y su prestigio a los ojos de la inmensa mayoría de los españoles. Los anacronismos, que existen, son internos, es decir, se deben al propio desarrollo democrático: la supresión de la preferencia del varón sobre la mujer no chocaba en un país recién salido de la dictadura, pero sí resulta en cambio inaceptable hoy, en una sociedad transformada por la modernidad de sus reglas.

Y al no haber pretextos válidos, quienes transgredan la legalidad deberán disponerse a sufrir las consecuencias. Las que sean. No se trata de amenazar sino de alertar de que el peso de la ley recaerá sobre los delincuentes que desconozcan el contrato social que firmamos los españoles en los albores de la libertad, y que, si procede, irá evolucionando a medida que lo vaya reclamando la soberanía popular, y no a impulsos de radicales extremistas o revolucionarios de salón.

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