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País de fobias

Una sociedad que no educa en la reflexión, en la ilustración como vehículo del entendimiento, acaba por educar en los instintos, en las pasiones, en el enfrentamiento, que siempre es más rentable políticamente

Ha sido un verano enfermizo. Un trimestre que acabó acentuando una dolencia que este país arrastraba en el tiempo. O al menos eso quieren hacernos creer aquellos que diagnostican a primera vista. Llevo muchos meses leyendo, debatiendo, reflexionando sobre la lgtbfobia, sobre la turismofobia, sobre la catalanofobia, sobre la hispanofobia (sí, que en Cataluña también hay de eso, que de la ignorancia no se libra nadie), sobre la islamofobia, sobre la gordofobia, sobre la aporofobia€ y ya no sé qué pensar. ¿Qué nos pasa? ¿Es que solo sabemos odiar? ¿Nos cabe alguna filia entre tanta fobia? ¿De verdad seis millones de años de evolución humana para llegar hasta aquí?

Habitamos una sociedad que se crece en la enemistad, que se revaloriza en la medida en la que es capaz de crear vínculos contra algo en lugar de fomentar la asociación que fortalezca los puentes, los vasos comunicantes, el diálogo. Cimentamos nuestra identidad a semejanza de nuestro enemigo. Necesitamos alguien a quien odiar, alguien a quien enfrentarnos, para poder legitimarnos. Llevamos siglos construyendo la casa por el tejado.

El mejor aliado es la confusión. Sacar la etiqueta de fobia y añadírsela a todo aquello que nos sirva para generar enfrentamiento. Da igual si estamos tratando los derechos humanos o las modas estéticas. Todo es susceptible de ser odiado. Y, como en los personajes de ficción, odiar siempre es más agradecido. Una sociedad que no educa en la reflexión, en la ilustración como vehículo del entendimiento, acaba por educar en los instintos, en las pasiones, en la sensiblería, en la vehemencia, en el enfrentamiento.

Existe el odio y la antipatía intensa. Claro que sí. Pero todos sabemos que, excepto en los casos crónicos que desembocan en evidentes enfermedades mentales, suele responder a un déficit informativo, pedagógico y cultural. Bastaría trabajar con entusiasmo en esos tres ámbitos para reducir considerablemente el nefasto influjo del odio. No lo hacemos. Preferimos aumentar las fobias, como quien amplía la oferta de su supermercado para llegar al mayor número de clientes posible. Es muy importante que sepas con claridad qué desprecias y a quién porque eso definirá tu pertenencia al grupo. Así se construyen las sociedades del odio.

La antipatía aumenta en su reciprocidad y es muy sencillo reconducirla hacia el odio. Y rentable políticamente. Localizar un enemigo justifica no ya tu lucha sino también tu lugar en el mundo. De ahí que la clase política, megalómana como ella sola, sea la primera interesada en polarizar nuestro pensamiento. Porque un colectivo que tiene claro contra quién lucha puede que sea más fuerte, no lo niego, pero también es más manipulable y más conformista. Presiento habitar en tierra de nadie, en ese espacio árido e inclemente que nos han reservado a los que no creemos en el pensamiento único.

Experimento la antipatía, también el odio, pero trabajo mucho para que jamás someta mi conducta. Por eso rechazo a quienes me incitan a formar parte del desprecio, como los empujadores del metro de Tokio, por mayoritario que parezca. Rehuso las fobias en mi solapa, no me interesan esas condecoraciones ni jactarme de ellas en las redes sociales con esa prepotencia con la que algunos exigen ser bloqueados antes que racionalizar el tono de su animadversión, cebada de pasiones y desnutrida de pensamiento.

Busco filias para proseguir. Por eso me inquieta leer continuamente que habito un país especialista en odiar. Odiar al diferente, odiar al gay, odiar al catalán, odiar al gordo, odiar al español, odiar al musulmán, odiar a los turistas€ Odiar para permanecer. ¿Y si probásemos a buscar rentabilidad en las filias? En la defensa de los derechos humanos por encima de cualquier connotación económica, política, religiosa o ideológica. En la simpatía, sin necesidad de enfrentarla a nada ni nadie. Porque desde la simpatía, bien lo saben los Rolling Stones, uno puedo llevarse bien hasta con el mismísimo diablo.

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